Vicens Vices: El antes y el después

17/3/10 .- http://www.lavanguardia.es

En la conferencia inaugural del año Vicens Vives, el hispanista británico John Elliott destacó la capacidad del historiador catalán para "cuestionar siempre la verdad establecida". Desde ese presupuesto se comprende mejor el empeño de Jaume Vicens Vives (Girona, 1910-Lyon, 1960), ya desde los años treinta, por renovar la historiografía catalana

No resulta difícil imaginar la dramática disyuntiva en la que un todavía muy joven Jaume Vicens Vives (Girona, 1910-Lyon, 1960) se encontró al estallar la Guerra Civil. Dispuesto a ganarse un lugar bajo el sol, polemizó en 1935 sin pelos en la lengua ni respeto por la jerarquía con Antoni Rovira i Virgili y Ferran Soldevila sobre cómo renovar la historia de Catalunya. El agrio tono del debate le alertó necesariamente sobre la sensibilidad a flor de piel de una historiografía que se consideraba heredera del renacimiento cultural y político del cambio de siglo, arte y parte de un designio nacional.

La discusión entre los más relevantes historiadores catalanes era, en cualquier caso, una manifestación más de la inquietud que dominaba entre los medios intelectuales catalanes en los años que precedieron a la gran catástrofe de 1939.

Disponemos de indicios más que suficientes para pensar que, tras los acontecimientos de octubre de 1934, la inquietud que dominaba el mundo del republicanismo catalanista traspasó las barreras que separaban las distintas fuerzas políticas, así como aquellas que separaban a estas de los sectores intelectuales que se consideraban al servicio del país. Basta recordar el enorme malestar despertado por el libro del economista y demógrafo Josep Anton Vandellós, Catalunya, poble decadent (1935), que provocó una respuesta agónicamente racial, encabezada por Pompeu Fabra pero en nombre del más selecto grupo de firmantes del mundo del noucentisme republicano. O las inacabables especulaciones sobre dónde deberían situarse los límites territoriales del propio proyecto catalanista, motivadas en su origen por el fallido occitanismo catalanista del momento promovido por J.V. Foix yJ osep Carbonell.

La renovación historiográfica que Vicens Vicens defenderá debe situarse en el contexto de la crisis de una cultura. ¿Qué sentido tenía si no, que Soldevila aceptase el comprometido encargo de Francesc Cambó de escribir una magna historia de Catalunya, una síntesis monumental que actualizase la tarea de las generaciones precedentes? De Cambó nada más y nada menos, el político más preparado de la generación de principios de siglo, aunque una figura que entonces permanece en un completo ostracismo.

Pero, regresando al territorio historiográfico, el debate que se registra es muy intenso. Incluye, por supuesto, a aquellos que desde la Revista de Catalunya defienden formas de avanzar no siempre coincidentes. Rovira i Virgili es uno de ellos, imperturbable partidario de una historia ejemplar y ejemplarizante; Soldevila la quiere igualmente ejemplar, maestra de vida nacional, pero construida con paciencia sobre el documento.

En los márgenes, generacionalmente hablando, el joven historiador gerundense la piensa de otra manera, despegada de cualquier designio que no resulte justificado por las exigencias de la rigurosa filología germánica, tal como su maestro Antonio de la Torre le enseñó en las aulas de la Universitat de Barcelona. Igualmente en los márgenes, Agustí Calvet, Gaziel, confesará más adelante haber sostenido conversaciones con el gran mecenas Cambó acerca de la necesidad de revisar a fondo los fundamentos mismos del catalanismo historiográfico, aquellos que el político en el ostracismo quería justamente actualizar con el patronazgo a la labor de Soldevila.

Como es bien sabido, la crisis se resolverá en un plano distinto al de los estrictos pleitos intelectuales: en las calles de Barcelona en julio de 1936 y en los campos de batalla de toda España después. Registrando el significado de la derrota de 1939, uno de los grandes medievalistas catalanes del momento, Ferran Valls i Taberner, lo explicará con contundencia en un artículo siniestro: todos ellos se habían equivocado, era preciso guarecerse bajo el paraguas del régimen triunfante.

Por todos estos motivos, la iconoclastia de Vicens no podía despertar más que sospechas de voluntad destructora. Y, ciertamente, lo era. No fue la única ocasión en su vida en la que el historiador se situó en aquel ingrato papel. Dos décadas más tarde, la ocasión de saber cómo cada uno entendía el lugar de la historiografía en la vida del país tras la catástrofe volverá a presentarse. Por razones obvias, no todos los antiguos contendientes participarían de nuevo en el debate, ni, en todo caso, lo harían con las mismas posibilidades. No con aquellas que pudo demostrar un Vicens sin ataduras con el pasado republicano, tan hábil para desenvolverse en el sórdido mundo de una posguerra cuartelera y vengativa.

En aquella coyuntura, ya no le bastaban las decisiones tomadas veinte años atrás. Se siente con fuerzas para convertirse en el eslabón que enlazase la vieja y desgastada tradición con el presente de la historiografía catalana. A condición, claro está, de modificar de manera radical el marco conceptual de referencia, pues ni la corriente neorromántica ni el filologismo germánico le parecen ya suficientes.

Como es sabido, la propuesta de la escuela francesa de la revista Annales, simbolizada en la figura de Lucien Febvre, le permitió un rápido reemplazo del utillaje teórico y metodológico envejecido. Si la historia no podía concebirse ya como una narración de acontecimientos meramente políticos, la oportunidad de reescribir por completo la historia del país se presentaba de manera formidable.

Toda una generación de historiadores catalanes –con el concurso y la complicidad de algunos de otros lugares, entre los que John H. Elliott y Pierre Vilar deben ser destacados– evidenciarán la marca profunda de aquel designio. El impulso es tan efectivo que, de alguna manera, se proyecta hasta el presente.

Límites y contradicciones
En una década de intensa dedicación, la cosecha de Vicens aporta resultados que sin hipérbole alguna pueden ser definidos como excepcionales. Tendrá tiempo para modificar el trabajo anterior sobre los remences catalanes en términos sociales más complejos; de reflexionar en voz muy alta sobre la complicada estructuración de la monarquía de los Austrias españoles, separándose de manera radical de la idea anacrónica de unidad española que tanto juego dio (y concede todavía) al nacionalismo historiográfico español; y tuvo todavía tiempo para lanzarse febrilmente sobre la historia contemporánea de Catalunya y España, realidades que para Vicens precisaban de una explicación en paralelo.

Por si no bastaba, tuvo tiempo incluso para situarse en el centro del proyecto abierto por Josep Pla y Joan Fuster de construir un espacio catalán superior al ámbito del Principado, algo que el primero de ellos explicó, en párrafos memorables incluidos en sus Notes per a Sílvia, como la necesidad de dar vida a un consenso cultural como condición previa a la política estricta.

La magnitud de la empresa de Vicens, admirable e impresionante desde cualquier ángulo de visión, no puede esconder sus límites y contradicciones. El más patente: la forma como la impaciencia por los resultados y una visión muy instrumental del oficio le condujeron de retorno a algunas viejas certidumbres de la tradición historiográfica propia, aquella a la que él mismo había desafiado con impaciencia en su juventud. Retornó a la idea de una continuidad lineal que se prolonga desde la Catalunya de la edad media hasta la generación de principios del siglo XX, la de Enric Prat de la Riba y el nacionalismo naciente, que Vicens sitúa sin complejos en el centro de la historia del país.

La linealidad de aquella opción funciona, no es necesario insistir, de modo retrospectivo y anacrónico. Es la generación de 1901, tal como la bautizó el historiador, la que marca y señala aquella continuidad. Pero es una continuidad selectiva, a la que el pasado medieval y moderno deberán sujetarse necesariamente, dejando tantos desgarramientos internos, desvíos, sujeciones a designios ajenos y grupos sociales enteros al margen de lo que debería entenderse como esencial, como genuinamente conformador de la naturaleza profunda del país.

Por estas razones, el legado de Vicens estaba compuesto por muchas piezas e impulsos, no todas de la misma calidad. Y, por la misma razón, las generaciones posteriores se encontrarían enredadas de nuevo en las mismas cuestiones con las que el gran historiador luchó febrilmente toda su vida. Pero parece claro que la idea de intangibilidad no figuraba en el diccionario de aquella fuerza de la naturaleza que fue Jaume Vicens Vives.

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