Eremitas no tan solitarios
14/1/07 .- diariodeburgos.es
La veintena de iglesias rupestres que se concentran entre Palencia, Cantabria y Burgos certifica la presencia de las primeras comunidades cristianas durante la ocupación musulmana
No debemos ver siempre las iglesias rupestres formando parte de monasterios o cenobios. Podría tratarse simplemente de un espacio eclesial que haría las veces de iglesia parroquial al servicio de una comunidad civil asentada en sus alrededores». Así finalizaba su conferencia Artemio M. Martínez Tejera en unos cursos de verano de la Fundación Santa María la Real que se celebraron en la localidad palentina de Aguilar de Campoo, y en los que se abordó el fenómeno de los monasterios hispanos en la Alta Edad Media.
Si el ponente hubiera realizado esta afirmación ante un grupo de turistas que fueran a emprender un viaje por las decenas de eremitorios rupestres que se reparten, siguiendo el curso del Ebro, entre Palencia, Cantabria y Burgos, más de uno se habría llevado una decepción, porque habitualmente se ha entendido que en esta arquitectura hipogea, cueviforme o troglodita, vivieron eremitas. Además, a estos monjes, muchos de ellos ermitaños, nos los imaginamos «vestidos de manera paupérrima, escasamente, alimentados, poco aseados y acostumbrados a los castigos físicos», como los describió el también historiador Díaz y Díaz. Un modo de vida nacido en Oriente en torno al siglo III, que entiende la soledad como vía para alcanzar la perfección espiritual, y que tuvo sus adeptos en la Hispania de los siglos III, IV y V.
Desde Olleros de Pisuerga, en Palencia, hasta Presillas de Bricia, en Burgos, siguiendo la carretera que une todo el Valle de Valderredible, el viajero descubrirá el más variado conjunto de iglesias rupestres de toda la Península. En Villacibio quedan restos de la ermita de San Pelayo; en Ceruza, aún se puede observar una ermita-cueva con dos ábsides y unas hornacinas; y en Cervera de Pisuerga, no desdice el recoleto eremitorio de San Vicente, en un paisaje idílico entre los ríos Ribera y Pisuerga.
Ocupación. Es seguro que, en una primera época, estas oquedades excavadas en la roca fueron ocupadas por cientos de personajes que sintieron los mismos ideales que San Genadio o San Fructuoso, aquellos famosos monjes que pasaron sus días en cuevas perdidas de la Tebaida Berciana. Pero, siguiendo la tesis de Pascual Martínez, las iglesias rupestres también representan «el centro de culto de comunidades astures» que poblaron la parte sur de la cornisa Cantábrica, a partir del siglo VI. Este catedrático de Historia Medieval en la Universidad de Valladolid considera que los eremitorios excavados en la roca en el Valle de Valderredible y comarcas aledañas, «simbolizan una forma de religiosidad y de colonización de la tierra».
Las casas, construidas de forma rudimentaria, desaparecieron, y solo nos ha llegado lo que este medievalista define como «el exponente de un tipo de asentamiento del cristianismo en las montañas». Porque, según detalla también Martínez Sopena, hay que pensar que detrás de esta vida «casi épica, se escondía mucha hambre». Ese fue el motor que movió la colonización de esta amplia comarca en la vertiente meridional de la Cordillera Cantábrica. «La gente no abandona su territorio porqué sí, sino para buscar horizontes mejores», apunta el experto en asentamientos humanos.
Este fenómeno no fue un hecho aislado, por lo que el medievalista asegura que existe un sutil hilo que viene a unir la tradición de las iglesias rupestres en esta zona norteña con las que se levantaron de estilo románico en pequeñas localidades de Palencia, Burgos y Cantabria, porque en ambas épocas se constata que existió, «además de un románico de los señores, otro que levantaron las comunidades campesinas».
La novedosa teoría de Martínez Sopena contradice otras que establecen este tipo de arquitectura hipogea como lugar donde se retiraban monjes eremitas. “Es cierto, aquí vivían los monjes seguidores de San Antonio, pero hay que tener en cuenta que en aquella época la vida de una comunidad religiosa no permanecía completamente ajena a la de una sociedad campesina», acota el experto. Hay que situarse en la época, y «¡Dios nos libre de pensar que los monjes de la Alta Edad Media eran como los benedictinos o los cistercienses del sigo XI o XII!», exclama el catedrático.
Era una Iglesia en la que se hicieron frecuentes los monasterios dúplices, donde se mezclaban monjes y monjas, y donde no existía una dependencia directa de Roma, sino de familias nobles o de infanzones. En algunas ocasiones, hasta las propietarias de estos edificios religiosos eran las propias comunidades campesinas.
Julián Berzosa, quizás el único sacerdote que celebra las misas en una iglesia rupestre, la de Santa María de Valverde, lleva más de cuarenta años estudiando este tipo de arquitectura y considera que, «es muy posible que entre los siglos III y IV se encuentre el origen de los eremitorios más antiguos de esta comarca». Este cura metido a arqueólogo medieval aporta otra teoría personal, fruto de muchos años de investigación: «En el origen, estas lauras no fueron iglesias, a lo sumo oratorios o celdas de anacoretas, acaso tan solo habitáculos de trogloditas. Con el paso del tiempo, y conforme se expandía el cristianismo, fueron tomando dimensiones y formas estilísticas (cabeceras, naves y pies), fruto de una comunidad de creyentes cada vez más numerosa y estable».
Gran palmera mozárabe. Asegura Enrique del Rivero que la iglesia rupestre de San Miguel, en Presillas de Bricia, «es uno de los ejemplos más antológicos de toda la Alta Edad Media» y añade más calificativos elogiosos, «una de las joyas más curiosas, bellas y desconocidas de todo el arte burgalés».
Escondida entre un robledal, emerge una inmensa mole de arenisca donde se horadó una prodigiosa ermita de dos alturas, tres naves y «una hermosa columna central que nos recuerda la gran palmera de San Baudelio de Berlanga», advierte el profesor Martínez Sopena. Porque en estas iglesias rupestres se reconocen numerosas huellas de la cultura mozárabe. Como puntualiza también Julián Berzosa, «debemos suponer que en esta época se practicó el culto cristiano bajo el rito mozárabe hasta el siglo XI en que se impone el rito romano».
Con la destrucción del reino visigodo a manos de los musulmanes (año 711), toda la península quedó sometida a las razias de los moros, y sólo esta parte de la cornisa Cantábrica quedó libre de una ocupación permanente. De este contacto entre las dos culturas quedan testimonios de arquitectura mozárabe en numerosas iglesias rupestres de este valle, como es la presencia de los arcos de herradura, o los nombres de cuevas artificiales como las de «los moros» o «los marranos», con leyendas en las que siempre aparece la figura del moro convertido milagrosamente.
Catedral rupestre. De la iglesia de Santa María de Valverde destaca, a primera vista, la espadaña que sobresale del montículo donde se excavó este santuario. Para su construcción se utilizaron «instrumentos punzantes como picos y hachas de mango corto», advierte el cura Julián después de celebrar la misa dominical en este recinto, indicando también que «se sirvieron de pulidores de superficie, como se observa en el techado y en el intradós de algunas arcadas». Precisamente, los arcos que separan la gran nave actual de las cámaras debieron de ser en su origen de herradura, como el del baptisterio, que es él único que conserva su traza original. Este espacio, donde ahora descansa la pila bautismal, «es del más puro primitivismo, quizás», apunta el párroco, «el sector más íntegro e intacto de toda la iglesia rupestre».
a los pies del Pisuerga. La iglesia rupestre de Olleros de Pisuerga hay que visitarla con Belén, que es la guía del conjunto y quien va mostrando cómo la cueva se transforma, según donde se coloque el visitante. La planta de esta ermita es una de las de mayores dimensiones de todo el territorio español. La cicerone, que lleva veinte años mostrando el edificio, aún se sorprende al contemplar toda la iglesia desde el coro. «La verdad es que sentada en uno de estos bancos es cuando aprecias el ambiente tan acogedor que envuelve a este templo», afirma. Una impresión que ya sintieron otros feligreses hace más de mil años.
No debemos ver siempre las iglesias rupestres formando parte de monasterios o cenobios. Podría tratarse simplemente de un espacio eclesial que haría las veces de iglesia parroquial al servicio de una comunidad civil asentada en sus alrededores». Así finalizaba su conferencia Artemio M. Martínez Tejera en unos cursos de verano de la Fundación Santa María la Real que se celebraron en la localidad palentina de Aguilar de Campoo, y en los que se abordó el fenómeno de los monasterios hispanos en la Alta Edad Media.
Si el ponente hubiera realizado esta afirmación ante un grupo de turistas que fueran a emprender un viaje por las decenas de eremitorios rupestres que se reparten, siguiendo el curso del Ebro, entre Palencia, Cantabria y Burgos, más de uno se habría llevado una decepción, porque habitualmente se ha entendido que en esta arquitectura hipogea, cueviforme o troglodita, vivieron eremitas. Además, a estos monjes, muchos de ellos ermitaños, nos los imaginamos «vestidos de manera paupérrima, escasamente, alimentados, poco aseados y acostumbrados a los castigos físicos», como los describió el también historiador Díaz y Díaz. Un modo de vida nacido en Oriente en torno al siglo III, que entiende la soledad como vía para alcanzar la perfección espiritual, y que tuvo sus adeptos en la Hispania de los siglos III, IV y V.
Desde Olleros de Pisuerga, en Palencia, hasta Presillas de Bricia, en Burgos, siguiendo la carretera que une todo el Valle de Valderredible, el viajero descubrirá el más variado conjunto de iglesias rupestres de toda la Península. En Villacibio quedan restos de la ermita de San Pelayo; en Ceruza, aún se puede observar una ermita-cueva con dos ábsides y unas hornacinas; y en Cervera de Pisuerga, no desdice el recoleto eremitorio de San Vicente, en un paisaje idílico entre los ríos Ribera y Pisuerga.
Ocupación. Es seguro que, en una primera época, estas oquedades excavadas en la roca fueron ocupadas por cientos de personajes que sintieron los mismos ideales que San Genadio o San Fructuoso, aquellos famosos monjes que pasaron sus días en cuevas perdidas de la Tebaida Berciana. Pero, siguiendo la tesis de Pascual Martínez, las iglesias rupestres también representan «el centro de culto de comunidades astures» que poblaron la parte sur de la cornisa Cantábrica, a partir del siglo VI. Este catedrático de Historia Medieval en la Universidad de Valladolid considera que los eremitorios excavados en la roca en el Valle de Valderredible y comarcas aledañas, «simbolizan una forma de religiosidad y de colonización de la tierra».
Las casas, construidas de forma rudimentaria, desaparecieron, y solo nos ha llegado lo que este medievalista define como «el exponente de un tipo de asentamiento del cristianismo en las montañas». Porque, según detalla también Martínez Sopena, hay que pensar que detrás de esta vida «casi épica, se escondía mucha hambre». Ese fue el motor que movió la colonización de esta amplia comarca en la vertiente meridional de la Cordillera Cantábrica. «La gente no abandona su territorio porqué sí, sino para buscar horizontes mejores», apunta el experto en asentamientos humanos.
Este fenómeno no fue un hecho aislado, por lo que el medievalista asegura que existe un sutil hilo que viene a unir la tradición de las iglesias rupestres en esta zona norteña con las que se levantaron de estilo románico en pequeñas localidades de Palencia, Burgos y Cantabria, porque en ambas épocas se constata que existió, «además de un románico de los señores, otro que levantaron las comunidades campesinas».
La novedosa teoría de Martínez Sopena contradice otras que establecen este tipo de arquitectura hipogea como lugar donde se retiraban monjes eremitas. “Es cierto, aquí vivían los monjes seguidores de San Antonio, pero hay que tener en cuenta que en aquella época la vida de una comunidad religiosa no permanecía completamente ajena a la de una sociedad campesina», acota el experto. Hay que situarse en la época, y «¡Dios nos libre de pensar que los monjes de la Alta Edad Media eran como los benedictinos o los cistercienses del sigo XI o XII!», exclama el catedrático.
Era una Iglesia en la que se hicieron frecuentes los monasterios dúplices, donde se mezclaban monjes y monjas, y donde no existía una dependencia directa de Roma, sino de familias nobles o de infanzones. En algunas ocasiones, hasta las propietarias de estos edificios religiosos eran las propias comunidades campesinas.
Julián Berzosa, quizás el único sacerdote que celebra las misas en una iglesia rupestre, la de Santa María de Valverde, lleva más de cuarenta años estudiando este tipo de arquitectura y considera que, «es muy posible que entre los siglos III y IV se encuentre el origen de los eremitorios más antiguos de esta comarca». Este cura metido a arqueólogo medieval aporta otra teoría personal, fruto de muchos años de investigación: «En el origen, estas lauras no fueron iglesias, a lo sumo oratorios o celdas de anacoretas, acaso tan solo habitáculos de trogloditas. Con el paso del tiempo, y conforme se expandía el cristianismo, fueron tomando dimensiones y formas estilísticas (cabeceras, naves y pies), fruto de una comunidad de creyentes cada vez más numerosa y estable».
Gran palmera mozárabe. Asegura Enrique del Rivero que la iglesia rupestre de San Miguel, en Presillas de Bricia, «es uno de los ejemplos más antológicos de toda la Alta Edad Media» y añade más calificativos elogiosos, «una de las joyas más curiosas, bellas y desconocidas de todo el arte burgalés».
Escondida entre un robledal, emerge una inmensa mole de arenisca donde se horadó una prodigiosa ermita de dos alturas, tres naves y «una hermosa columna central que nos recuerda la gran palmera de San Baudelio de Berlanga», advierte el profesor Martínez Sopena. Porque en estas iglesias rupestres se reconocen numerosas huellas de la cultura mozárabe. Como puntualiza también Julián Berzosa, «debemos suponer que en esta época se practicó el culto cristiano bajo el rito mozárabe hasta el siglo XI en que se impone el rito romano».
Con la destrucción del reino visigodo a manos de los musulmanes (año 711), toda la península quedó sometida a las razias de los moros, y sólo esta parte de la cornisa Cantábrica quedó libre de una ocupación permanente. De este contacto entre las dos culturas quedan testimonios de arquitectura mozárabe en numerosas iglesias rupestres de este valle, como es la presencia de los arcos de herradura, o los nombres de cuevas artificiales como las de «los moros» o «los marranos», con leyendas en las que siempre aparece la figura del moro convertido milagrosamente.
Catedral rupestre. De la iglesia de Santa María de Valverde destaca, a primera vista, la espadaña que sobresale del montículo donde se excavó este santuario. Para su construcción se utilizaron «instrumentos punzantes como picos y hachas de mango corto», advierte el cura Julián después de celebrar la misa dominical en este recinto, indicando también que «se sirvieron de pulidores de superficie, como se observa en el techado y en el intradós de algunas arcadas». Precisamente, los arcos que separan la gran nave actual de las cámaras debieron de ser en su origen de herradura, como el del baptisterio, que es él único que conserva su traza original. Este espacio, donde ahora descansa la pila bautismal, «es del más puro primitivismo, quizás», apunta el párroco, «el sector más íntegro e intacto de toda la iglesia rupestre».
a los pies del Pisuerga. La iglesia rupestre de Olleros de Pisuerga hay que visitarla con Belén, que es la guía del conjunto y quien va mostrando cómo la cueva se transforma, según donde se coloque el visitante. La planta de esta ermita es una de las de mayores dimensiones de todo el territorio español. La cicerone, que lleva veinte años mostrando el edificio, aún se sorprende al contemplar toda la iglesia desde el coro. «La verdad es que sentada en uno de estos bancos es cuando aprecias el ambiente tan acogedor que envuelve a este templo», afirma. Una impresión que ya sintieron otros feligreses hace más de mil años.