El Museo Británico explora el papel las reliquias en la Europa medieval
22/6/11 .- http://www.abc.es
El museo londinense ha reunido un centenar y medio de objetos procedentes tanto de su propia colección como de cerca de cuarenta instituciones que incluyen al Vaticano, varias catedrales europeas y museos tanto de Europa como de EEUU.
La exposición, que podrá visitarse hasta el 9 de octubre, analiza le evolución de los relicarios desde simples cajas que contenían restos humanos hasta valiosísimos objetos de gran importancia ritual y belleza artística.
La exposición se abre con el busto relicario de San Baudime, quien viajó como misionero cristiano de Roma a Francia a comienzos del siglo XII. El santo tiene la mirada fija como para impresionar al peregrino y las manos levantadas como para bendecirle.
Es uno de los llamados "relicarios parlantes", bustos realistas que representan a santos, comenzaron a ser populares a partir del siglo doce y que se produjeron de forma masiva en Holanda durante algunos años del XVI.
La mayoría de los objetos reunidos en el museo datan de entre 200 y 1500, y entre las más antiguas destaca un sarcófago romano que data de entre los años 250 y 300 de la era cristiana, más de un siglo después de que los romanos comenzaran a enterrar, en lugar de incinerar, a sus muertos.
Los cristianos continuaron diversas tradiciones de la Roma pagana como la de visitar lugares sagrados en busca de curas para sus enfermedades y donde colocaban placas votivas con símbolos relativos a la enfermedad de la que esperaban sanar.
El cristianismo medieval se caracterizó por la creencia en el poder de intercesión de los santos, hombres o mujeres que habían vivido vidas virtuosas o sufrido martirios por no renegar de su fe.
Las reliquias eran por lo general fragmentos del cuerpo humano u objetos materiales santificados por su contacto con los santos y las más valiosas eran por supuesto las que se creían relacionadas con el mismo Cristo o la Virgen María: desde la corona de espinas hasta la leche del pecho de la virgen María.
Así está el legendario "descubrimiento" en 326/28 por la emperatriz Elena, la madre de Constantino I el Grande, de la Vera Cruz, la cruz en la que, según la tradición cristiana, murió desangrado Jesús de Nazaret.
Ese descubrimiento abrió otras muchas posibilidades relacionadas con las reliquias de Cristo, como su sangre, sus lágrimas e incluso su hálito, y, en un increíble salto a su infancia, hasta el cordón umbilical y el prepucio del niño Jesús.
La belleza de un relicario debía reflejar el valor espiritual de su contenido, y así se encargaban a los más hábiles e imaginativos artesanos y orfebres, que empleaban en su producción piedras y metales preciosos, que simbolizaban la pureza o el carácter incorruptible del santo correspondiente.
Además de servir para la devoción pública y privada, las reliquias tenían importantes funciones políticas como potenciar el prestigio dinástico y garantizar la protección física y espiritual de un reino: no en vano el palacio imperial de Constantinopla llegó a ser el depósito mejor dotado de ese reliquias sacras.
Pero no solo los emperadores bizantinos se sirvieron de ellas para aumentar su prestigio, sino que otros monarcas, desde Carlomagno o Luis IX de Francia hasta Carlos IV de Bohemia, tenían importantes colecciones de reliquias y construyeron en algunos casos impresionantes capillas para su custodia.
Luis IX, canonizado luego por la Iglesia, construyó la famosa Santa Capilla parisina a modo de gigantesco relicario tras pagar por la corona de espinas en 1239 un total de 135.000 libras, la mitad del gasto anual del reino, a la que añadiría luego otras veintidós reliquias.
Por su parte, el emperador romano-germánico Carlos IV de Bohemia construyó en su castillo de Karlstijn una capilla monumental con paredes incrustadas de piedras preciosas.
Entre las famosas reliquias que han viajado a Londres está el llamado Mandilión de Edesa, un rostro sobre tela de lino enmarcado en oro y alhajas, que, según la leyenda, fue un retrato que encargó a un pintor el rey Abgar, de esa localidad hoy en Turquía.
Cuenta la leyenda que el artista no pudo captar la semejanza de Cristo, pero que este se secó el rostro con un paño, donde quedaron milagrosamente fijadas sus facciones.
La exposición, que podrá visitarse hasta el 9 de octubre, analiza le evolución de los relicarios desde simples cajas que contenían restos humanos hasta valiosísimos objetos de gran importancia ritual y belleza artística.
La exposición se abre con el busto relicario de San Baudime, quien viajó como misionero cristiano de Roma a Francia a comienzos del siglo XII. El santo tiene la mirada fija como para impresionar al peregrino y las manos levantadas como para bendecirle.
Es uno de los llamados "relicarios parlantes", bustos realistas que representan a santos, comenzaron a ser populares a partir del siglo doce y que se produjeron de forma masiva en Holanda durante algunos años del XVI.
La mayoría de los objetos reunidos en el museo datan de entre 200 y 1500, y entre las más antiguas destaca un sarcófago romano que data de entre los años 250 y 300 de la era cristiana, más de un siglo después de que los romanos comenzaran a enterrar, en lugar de incinerar, a sus muertos.
Los cristianos continuaron diversas tradiciones de la Roma pagana como la de visitar lugares sagrados en busca de curas para sus enfermedades y donde colocaban placas votivas con símbolos relativos a la enfermedad de la que esperaban sanar.
El cristianismo medieval se caracterizó por la creencia en el poder de intercesión de los santos, hombres o mujeres que habían vivido vidas virtuosas o sufrido martirios por no renegar de su fe.
Las reliquias eran por lo general fragmentos del cuerpo humano u objetos materiales santificados por su contacto con los santos y las más valiosas eran por supuesto las que se creían relacionadas con el mismo Cristo o la Virgen María: desde la corona de espinas hasta la leche del pecho de la virgen María.
Así está el legendario "descubrimiento" en 326/28 por la emperatriz Elena, la madre de Constantino I el Grande, de la Vera Cruz, la cruz en la que, según la tradición cristiana, murió desangrado Jesús de Nazaret.
Ese descubrimiento abrió otras muchas posibilidades relacionadas con las reliquias de Cristo, como su sangre, sus lágrimas e incluso su hálito, y, en un increíble salto a su infancia, hasta el cordón umbilical y el prepucio del niño Jesús.
La belleza de un relicario debía reflejar el valor espiritual de su contenido, y así se encargaban a los más hábiles e imaginativos artesanos y orfebres, que empleaban en su producción piedras y metales preciosos, que simbolizaban la pureza o el carácter incorruptible del santo correspondiente.
Además de servir para la devoción pública y privada, las reliquias tenían importantes funciones políticas como potenciar el prestigio dinástico y garantizar la protección física y espiritual de un reino: no en vano el palacio imperial de Constantinopla llegó a ser el depósito mejor dotado de ese reliquias sacras.
Pero no solo los emperadores bizantinos se sirvieron de ellas para aumentar su prestigio, sino que otros monarcas, desde Carlomagno o Luis IX de Francia hasta Carlos IV de Bohemia, tenían importantes colecciones de reliquias y construyeron en algunos casos impresionantes capillas para su custodia.
Luis IX, canonizado luego por la Iglesia, construyó la famosa Santa Capilla parisina a modo de gigantesco relicario tras pagar por la corona de espinas en 1239 un total de 135.000 libras, la mitad del gasto anual del reino, a la que añadiría luego otras veintidós reliquias.
Por su parte, el emperador romano-germánico Carlos IV de Bohemia construyó en su castillo de Karlstijn una capilla monumental con paredes incrustadas de piedras preciosas.
Entre las famosas reliquias que han viajado a Londres está el llamado Mandilión de Edesa, un rostro sobre tela de lino enmarcado en oro y alhajas, que, según la leyenda, fue un retrato que encargó a un pintor el rey Abgar, de esa localidad hoy en Turquía.
Cuenta la leyenda que el artista no pudo captar la semejanza de Cristo, pero que este se secó el rostro con un paño, donde quedaron milagrosamente fijadas sus facciones.
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