De discípulo a maestro
16/5/11 .- http://www.lne.es/
Con motivo de la jubilación del profesor Juan Ignacio Ruiz de la Peña
FLORENCIO FRIERA SUÁREZ HISTORIADOR -¡Has estudiado a fondo el Valdeavellano!
-Preparé el examen por los dos tomos de su Historia de España. Pregunta lo que quieras.
Me sorprendió la afirmación del joven profesor que nos había examinado, unos días antes, como ayudante del catedrático de Historia Medieval don Eloy Benito Ruano. También era excepcional mi respuesta. Pero la manera en que se dirigió a mí, la cercanía en la edad, la forma de hablar y de mirarme seguramente influyeron en mi respuesta, la cual nada tenía que ver con el tratamiento que debía dar -según me habían enseñado- a las personas «de mayor edad, dignidad y gobierno». Corría el año 1967 por el patio de nuestra Universidad. Desde entonces, he gozado de la amistad del profesor Juan Ignacio Ruiz de la Peña Solar, con cuyo apoyo siempre conté en momentos decisivos de mi vida académica: doctorado, cátedra de la Escuela Universitaria de Magisterio, ingreso en el RIDEA. Esta relación amistosa ha ido aumentando con el paso del tiempo.
Junto a otros muchos compañeros, amigos y discípulos del profesor de Medieval asistí ayer a su «última lección» en el mismo edificio donde empezó a darnos clase y a ganar nuestro afecto. Comentábamos al final de la sesión que sus palabras habían tenido el poder de que la sonrisa se transformara en carcajada, o que hubiera sido preciso disimular lágrimas que arrancaban la emoción con la que evocaba personas y pasajes de su vida.
Juan Ignacio, «Nacho», es un hombre de bien, amigo de sus amigos, que fue seducido por Clío y es capaz de transmitir la pasión por la Historia a muchos de los que le escuchan. Es catedrático de Historia Medieval, pero nada tiene que ver con el especialista encerrado en un único saber. Ayer confesaba que, si tuviera que decir el libro que más había influido en él, elegiría la «Introducción a la Historia», titulado originalmente «Apologie pour l'Histoire ou métier d'historien», de Bloch. Y mencionó, a continuación, una de las frases de ese librito: «El historiador, allí donde huele carne humana, sabe que está su presa», para destacar que el estudio de las sociedades humanas en el tiempo no puede ser acotado por un adjetivo. El tiempo de larga duración que es el mundo medieval no excluye la formación y el interés del historiador por los hombres del pasado, desde los tiempos más remotos a la actualidad, ni el interés por la biografía de un ser particular considerado siempre en la sociedad en la que vivió. Por eso, encontraremos al historiador Ruiz de la Peña prologando un libro de arqueología o prehistoria, la guía de un concejo asturiano, el admirable trabajo del archivero ovetense Ciriaco Miguel Vigil, o leyendo la última publicación sobre un personaje de la II república o la Guerra Civil... Y también, claro está, infinidad de artículos y libros sobre su especialidad, como, por citar ejemplos tempranos, su libro «Introducción al estudio de la Edad Media» o el artículo en colaboración con Isabel González titulado «La economía salinera en la Asturias medieval» en el primer número de «Asturiensia Medievalia». Pero no es preciso, ahora, ofrecer pruebas para demostrar el prestigio nacional e internacional que ha alcanzado entre los medievalistas.
Conviene, empero, mencionar otras características de la personalidad del profesor al que le ha llegado la hora oficial de la jubilación. Juan Ignacio es nuestro más apreciado asturianista, en la línea de Fermín Canella o de su maestro y amigo Juan Uría Ríu. Es el más antiguo entre los miembros del RIDEA, del que es su director en la actualidad. Conoce Asturias desde el Eo al Deva, desde el mar a la cordillera, no sólo por los libros, sino por haber recorrido los caminos, los pueblos y las montañas de nuestra tierra, a pie, en coche o en bicicleta, afición esta última que mantiene como espectador, muy lejano ya el día en que dejó preocupado a su padre cuando le dijo que quería llegar a ser un ciclista profesional, como lo es todavía un primo suyo, el decano de los ciclistas españoles. También me atreveré a destacar que, junto al placer de conversar con Nacho sobre libros, personajes históricos o literarios, sentir su emoción cuando recuerda a los amigos que ya se han ido, al admirado Juan Luis, su hermano el teólogo, o comentar con cierto apasionamiento cualquier asunto de la actualidad, yo veo siempre en él a un liberal, a una persona sencilla que podría definirse con la precisión de que estoy ante «un paisano». Uno de los paisanos que quedan por las ciudades y los pueblos de nuestra Asturias.
En la lección previa a su jubilación oficial, el profesor Ruiz de la Peña evocó a los maestros que más han influido en su vida, maestros directos que lo eligieron como discípulo y amigo -le quedan ya muy pocos con los que seguir disfrutando de su compañía-, u otros muchos más lejanos en el tiempo, pero siempre presentes entre sus libros. Supongo que quienes asistimos ayer a su última lección pensamos que los maestros ni se jubilan ni mueren, puesto que continúan en la vida y la obra de sus discípulos.
FLORENCIO FRIERA SUÁREZ HISTORIADOR -¡Has estudiado a fondo el Valdeavellano!
-Preparé el examen por los dos tomos de su Historia de España. Pregunta lo que quieras.
Me sorprendió la afirmación del joven profesor que nos había examinado, unos días antes, como ayudante del catedrático de Historia Medieval don Eloy Benito Ruano. También era excepcional mi respuesta. Pero la manera en que se dirigió a mí, la cercanía en la edad, la forma de hablar y de mirarme seguramente influyeron en mi respuesta, la cual nada tenía que ver con el tratamiento que debía dar -según me habían enseñado- a las personas «de mayor edad, dignidad y gobierno». Corría el año 1967 por el patio de nuestra Universidad. Desde entonces, he gozado de la amistad del profesor Juan Ignacio Ruiz de la Peña Solar, con cuyo apoyo siempre conté en momentos decisivos de mi vida académica: doctorado, cátedra de la Escuela Universitaria de Magisterio, ingreso en el RIDEA. Esta relación amistosa ha ido aumentando con el paso del tiempo.
Junto a otros muchos compañeros, amigos y discípulos del profesor de Medieval asistí ayer a su «última lección» en el mismo edificio donde empezó a darnos clase y a ganar nuestro afecto. Comentábamos al final de la sesión que sus palabras habían tenido el poder de que la sonrisa se transformara en carcajada, o que hubiera sido preciso disimular lágrimas que arrancaban la emoción con la que evocaba personas y pasajes de su vida.
Juan Ignacio, «Nacho», es un hombre de bien, amigo de sus amigos, que fue seducido por Clío y es capaz de transmitir la pasión por la Historia a muchos de los que le escuchan. Es catedrático de Historia Medieval, pero nada tiene que ver con el especialista encerrado en un único saber. Ayer confesaba que, si tuviera que decir el libro que más había influido en él, elegiría la «Introducción a la Historia», titulado originalmente «Apologie pour l'Histoire ou métier d'historien», de Bloch. Y mencionó, a continuación, una de las frases de ese librito: «El historiador, allí donde huele carne humana, sabe que está su presa», para destacar que el estudio de las sociedades humanas en el tiempo no puede ser acotado por un adjetivo. El tiempo de larga duración que es el mundo medieval no excluye la formación y el interés del historiador por los hombres del pasado, desde los tiempos más remotos a la actualidad, ni el interés por la biografía de un ser particular considerado siempre en la sociedad en la que vivió. Por eso, encontraremos al historiador Ruiz de la Peña prologando un libro de arqueología o prehistoria, la guía de un concejo asturiano, el admirable trabajo del archivero ovetense Ciriaco Miguel Vigil, o leyendo la última publicación sobre un personaje de la II república o la Guerra Civil... Y también, claro está, infinidad de artículos y libros sobre su especialidad, como, por citar ejemplos tempranos, su libro «Introducción al estudio de la Edad Media» o el artículo en colaboración con Isabel González titulado «La economía salinera en la Asturias medieval» en el primer número de «Asturiensia Medievalia». Pero no es preciso, ahora, ofrecer pruebas para demostrar el prestigio nacional e internacional que ha alcanzado entre los medievalistas.
Conviene, empero, mencionar otras características de la personalidad del profesor al que le ha llegado la hora oficial de la jubilación. Juan Ignacio es nuestro más apreciado asturianista, en la línea de Fermín Canella o de su maestro y amigo Juan Uría Ríu. Es el más antiguo entre los miembros del RIDEA, del que es su director en la actualidad. Conoce Asturias desde el Eo al Deva, desde el mar a la cordillera, no sólo por los libros, sino por haber recorrido los caminos, los pueblos y las montañas de nuestra tierra, a pie, en coche o en bicicleta, afición esta última que mantiene como espectador, muy lejano ya el día en que dejó preocupado a su padre cuando le dijo que quería llegar a ser un ciclista profesional, como lo es todavía un primo suyo, el decano de los ciclistas españoles. También me atreveré a destacar que, junto al placer de conversar con Nacho sobre libros, personajes históricos o literarios, sentir su emoción cuando recuerda a los amigos que ya se han ido, al admirado Juan Luis, su hermano el teólogo, o comentar con cierto apasionamiento cualquier asunto de la actualidad, yo veo siempre en él a un liberal, a una persona sencilla que podría definirse con la precisión de que estoy ante «un paisano». Uno de los paisanos que quedan por las ciudades y los pueblos de nuestra Asturias.
En la lección previa a su jubilación oficial, el profesor Ruiz de la Peña evocó a los maestros que más han influido en su vida, maestros directos que lo eligieron como discípulo y amigo -le quedan ya muy pocos con los que seguir disfrutando de su compañía-, u otros muchos más lejanos en el tiempo, pero siempre presentes entre sus libros. Supongo que quienes asistimos ayer a su última lección pensamos que los maestros ni se jubilan ni mueren, puesto que continúan en la vida y la obra de sus discípulos.
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