La Revolución Castellana: un pedazo de nuestra historia

6/1/08 .- http://www.kaosenlared.ne

Decía Carlos Marx que el conocimiento histórico es el más digno de alabanza. Esta afirmación, lejos de quedarse en una loable declaración de principios humanística, esconde una profunda voluntad política, puesto que la historia no es otra cosa que política en desenvolvimiento, que lucha de clases desarrollándose en el tiempo. Y el conocimiento de sus propias raíces, de sus propias luchas, dota a los pueblos de instrumentos útiles para su liberación.

Los poderes establecidos, que pareciera que van un paso por delante de los pueblos, hace mucho que conocen esta verdad y, prevenidos en sus intereses, cuentan la historia según les va en ella. Para ellos Castilla no es otra cosa que embrión de la España imperial, Isabel la católica, los autos de fe presididos por Felipe II y el genocidio de indígenas americanos, todo ello encaminado a la construcción de una gran patria hispánica, que va por el Imperio hacia Dios.

Y la realidad histórica, mirada sin anteojos ideológicos burgueses, dice cosas radicalmente distintas. Es necesario para el futuro de nuestros pueblos que se recojan las experiencias pasadas y sobre ellas (como no puede ser de otra forma) se construya el fututo emancipador.

La tradición democrática de Castilla está presente en sus más remotos orígenes. Bardulia, denominación de la región oriental del valle del Duero fue una tierra fronteriza en las guerras que llevó a cabo el reino astur-leonés desde el siglo VIII contra el emirato-califato de Córdoba (lo que nos han vendido como “Reconquista”, pero que fue otra cosa bien distinta), con el resultado de una devastación profunda del territorio. Era necesario, para la supervivencia del reino cristiano, reforzar sus posiciones fronterizas con acuartelamientos y población que sirviera de contención para las razzias que enviaban los cordobeses contra el norte.

Esta repoblación se llevó a cabo de forma curiosa. Comunidades enteras de cántabros y vascos pactaron con la corona el ocupar este territorio inhóspito a cambio de conservar su estructura político-social, la que históricamente estaba funcionando en las poblaciones de la cornisa cantábrica: un sistema de tierras comunales y gobierno por concejo abierto, es decir, por asambleas generales de toda la vecindad, que tenían capacidad de decisión en todos los aspectos de la vida social y política y en las que participaban todos los habitantes del municipio, independientemente de su posición social.

Obviamente, y casi desde el primer momento, este sistema político confrontó con la estructuración del reino astur-leonés. La corona y la nobleza pugnaron duramente con el naciente pueblo castellano para establecer en las ciudades de Castilla el Fuero Juzgo, versión gótica del derecho romano, que implantaba un sistema feudal a la europea, donde los campesinos y artesanos eran prácticamente propiedad de su señor feudal, ya fuera este de extracción nobiliaria o eclesiástica, las tierras comunales pasaban en su gran mayoría al señor y la decisión política se dilucidaba en pulsos entre la corona y los nobles, sin participación alguna del pueblo.

Este combate entre sistemas políticos es el leit-motiv de la Edad Media castellana y es conscientemente ocultado en la historiografía oficial. En más de medio milenio de historia la situación vivió altibajos y modificaciones, pero en el ámbito castellano se asentaron fuertemente las denominadas “Comunidades (o en algunos casos como el salmantino Repúblicas) de Villa y Tierra” regidas por su propio fuero y no por la ley de la corona.

La situación se rompió en el año 945. Tras la quema pública del Fuero Juzgo en la plaza de Burgos el conde Fernán González (que había estado encarcelado por el rey Ramiro II de León) proclama la independencia de Castilla, pero no se corona rey sino mantiene su denominación condal y es recordado como “el primero entre los hombres libres de Castilla”. Este Fernán era descendiente de Nuño Rasura, primer juez de Castilla, título que ostentaban los elegidos por las comunidades para dilucidar los conflictos forales dentro del territorio castellano.

La independencia plena no duró más de un siglo. En el 1029 García Sánchez, el bisnieto de Fernán González, es asesinado a la edad de trece años, en circunstancias no muy aclaradas, y Castilla es ocupada por las tropas de Sancho III de Navarra, cuñado del muerto. Posteriormente el hijo de éste se proclamará rey de Castilla y unificará el reino con León gracias a su matrimonio con la hermana del rey Bermudo III. Este es el origen del Reino de Castilla y León, que, pese a su nombre, presentaba un predominio en las formas políticas leonesas e iniciaba un nuevo periodo de lucha contra los fueros de las ciudades castellanas.

Poco a poco la situación se equilibra con la creación de las Cortes con competencias fiscales, en las que estaban representados las comunidades con procuradores de su elección, pero con una paulatina sustitución del régimen de concejo abierto por el de regimiento, más restringido pero que seguía dando voz en las decisiones políticas a estamentos ajenos al poder nobiliario o eclesiástico. El sistema producción basado en las tierras comunales (y por lo tanto distinto al feudalismo) se mantuvo, siendo una especificidad poco analizada de Castilla en el contexto ibérico y europeo de la época.

En muchas otras ocasiones, a lo largo de los siglos siguientes, se planteó la independencia de Castilla. Cada vez, y esto no puede olvidarse, los intentos acabaron de forma violenta (tenemos a Rodrigo Díaz de Vivar, tergiversado en héroe españolista por el franquismo, obligando a jurar a Alfonso VI, el asesinato de Enrique I y un largo etcétera) pero, en ningún caso se consiguió eliminar, como luego quedó demostrado, un profundo sentimiento democrático y emancipador en el pueblo castellano.

Como sabemos bien el gran estallido se produjo en el siglo XVI. Carlos de Habsburgo, aprovechándose de una presunta y nunca demostrada enfermedad mental de su madre, Juana I, consigue hacerse proclamar, desde sus dominios de Gante, rey de Castilla. En este sujeto confluían las coronas de Aragón, Castilla y León y Navarra (ocupada militarmente en 1504 por Fernando el Católico) pero, esto no lo debemos olvidar, los distintos estados conservaban sus ordenamientos jurídicos propios, aunque compartieran soberano. Entre estos ordenamientos estaba el sistema comunal castellano, lo cual, como es obvio, era un obstáculo real para el poder de la corona.

La cosa comenzó por algo que no tenía importancia aparente: la implementación de un impuesto (curiosamente igual que en el caso de la Revolución Francesa). En las Cortes de 1519 el rey Carlos solicitó la aprobación de un servicio, es decir, un impuesto extraordinario a las ciudades, para financiar su coronación en el Imperio Germánico, en la que tenía que poner mucho oro sobre la mesa para asegurar el voto de los electores, oro que puntualmente estaba llegando a Castilla desde la invasión de América. Para conseguirlo convocó las cortes en Santiago de Compostela, lejos de los núcleos del poder comunero.

Sin embargo, los procuradores de las ciudades mantenían un mandato imperativo (sólo podían votar aquello que hubieran decidido sus representados) y votaron en contra de este impuesto. La reacción de Carlos supuso la ruptura: decenas de procuradores fueron expulsados de las Cortes y el resto se reunió en La Coruña para aprobar la propuesta de Carlos V. Los expulsados se constituyeron en asamblea alternativa y se opusieron a la postura del rey (de nuevo muy en paralelo con la Revolución Francesa), encabezados por Juan de Padilla, representante de Toledo, y Juan Bravo, de Segovia.

Este fue el pistoletazo de salida. Las ciudades castellanas fueron, una a una, proclamándose en rebeldía con la decisión de las Cortes. Carlos V se fue a Alemania y dejó como regente del reino a Adriano de Utrech, cardenal holandés que llegaría a ser el papa Adriano VI por intercesión de su pupilo imperial. La nobleza castellana se sintió excluida y apoyó, en un primer momento, la sublevación de las ciudades.

Desde el origen, las entidades representativas (los regimientos) se vieron superados por las asambleas populares, se volvió, de facto, al régimen de gobierno ciudadano por concejo abierto, donde toda la población participaba y opinaba en los asuntos públicos. Las ocupaciones de tierras señoriales (sobre todo en Tierra de Campos, encabezadas por Antonio de Acuña, obispo de Zamora) eran cotidianas y estas tierras pasaban a engrosar el terreno comunal. Las iglesias fueron expropiadas y el oro de los altares se dedicó a la compra de armas para el movimiento popular (en la mayoría de los casos a armerías guipuzcoanas, solidarias con el movimiento castellano).

Adriano de Utrech decidió atacar Segovia, uno de los puntales del movimiento, rodeándola de un ejército de más de mil jinetes. La ayuda inmediata de todas las ciudades castellanas con la llegada de destacamentos de voluntarios de Madrid, Toledo o Salamanca hizo que las tropas imperiales tuvieran que intentar conseguir las piezas de artillería de Medina del Campo. Esta ciudad se resistió valientemente y acabó siendo quemada por los leales a Carlos V, lo que sólo sería el primer acto de barbarie del poder real frente a los rebeldes (Valladolid, Tordesillas, Toledo al final, etc).

Pero lo verdaderamente importante del movimiento comunero, más allá de las expresiones espontáneas de comunitarismo y democracia directa, fue lo avanzado de su programa político en el contexto del siglo XVI europeo. Como se demostró, y pese a las argumentaciones de historiadores conservadores como Marañón, no se trataba de defender privilegios medievales, sino de colocar a la población en una posición de fuerza frente a la corona y la nobleza.

La Santa Junta (órgano supremo de la rebelión, con representantes de todas las asambleas ciudadanas) de Tordesillas de 1521, presidida por un peletero abulense, aprobó un programa revolucionario. Se pretendía que las Cortes se reunieran periódicamente y sin convocatoria real y que sus competencias fueran plenas, más allá de las fiscales, siendo sus representantes elegidos por los concejos. Buscaban que el Consejo del Reino (órgano de poder ejecutivo) fuera elegido por las Cortes y no por el rey. Exigían que los acuartelamientos y tropas de los que la nobleza era titular pasaran a control de las comunidades y que fuera el erario público, y no el estamento nobiliario, el que financiara (y por tanto controlara) la administración de justicia. Pedían la consideración de los indígenas americanos como ciudadanos de pleno derecho de Castilla. Acabaron, incluso, por no reconocer a Carlos de Habsburgo como soberano.

Este programa supuso la ruptura del movimiento y el paso de la nobleza con armas y bagajes al bando real. Más allá de la valoración táctica (se puede argumentar que la falta de apoyo de los nobles fue una de las causas de la derrota militar de Villalar) que podamos hacer a este programa, lo relevante, lo que no puede sino asombrar y admirar a los revolucionarios de todas las épocas, es que en él queda clara la voluntad democrática del pueblo castellano, su determinación a no hacer renuncias en sus derechos, a no mercadear ni pactar con la voluntad popular, sea cual sea el coste.

Después del 23 de abril de 1521 (fecha de la batalla de Villalar) la situación fue sombría. Ese mismo año, curiosamente, las tropas de Carlos V acabaron con la rebelión de los agermanats en los PPCC y con los últimos focos de resistencia armada en Navarra. A partir de ese momento la monarquía española pudo hacer y deshacer a su antojo en contra de los intereses de los pueblos que estaban bajo su yugo.

Eliminado el componente político del sistema castellano (las Cortes perdieron su poco poder, las ciudades fueron administradas por corregidores de designación real, etc.) poco a poco el modelo productivo comunitarista peculiar de Castilla fue siendo cercenado. Los últimos residuos significativos (ya muy escasos) se abolieron con la desamortización de las tierras comunales de Pascual Madoz en 1854 (¿fue la pervivencia de estas formas de propiedad y no un supuesto reaccionarismo lo que alineó a parte de la población castellana con los carlistas frente al liberlismo burgués?).

Y sin embargo, las llamas comuneras, como dice el poema épico de Luis López Álvarez, siguen crepitando. Cada 23 de abril se aglutinan en Villalar miles de castellanos para rendir homenaje a los héroes caídos.

Y sin embargo, el mejor homenaje que se les puede hacer a los revolucionarios es recoger su testigo, basarse en su lucha y continuar su revolución. La verdadera “memoria histórica” no es nostalgia, es, como cada día comprende más gente, la continuidad y actualidad de las luchas populares.

Sirva este pequeño recordatorio de grano de arena en la montaña de la emancipación de los pueblos.

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Comentarios

1 Bonito pasquín político sin fundamento histórico (ni mucho menos arqueológico) procedente de la más profunda ignorancia de la realidad histórica peninsular. Así que según el autor de este "brillante" artículo, anacronismos historiográficos como el "desierto del Duero" ( "Comunidades enteras de cántabros y vascos pactaron con la corona el ocupar este territorio INHÓSPITO...") estan en la explicación de la supuesta tradición democrática castellana (unos adelantados que somos los castellanos: ya eramos comunistas y teníamos nociones democraticas en el siglo XII...). Esto no es una noticia, es un mero espacio de propaganda política que no reponde a intereses de difusión científica, sino a dar autobombo a un grupo de personajes de dudosa moralidad y movidos en realidad por intereses políticos.
Comentario realizado por Indignado. 7/1/08 5:26h