Los omeyas cordobeses, la dinastía rebelde frente al resto del Islam

20/4/07 .- abc.es

Artículo de Francisco Javier Manso Coronado para ABC.es


Según Cicerón, la Historia es «maestra de la verdad, testigo del pasado, aviso del presente y advertencia del porvenir». Guiado por este anhelo, pretendo repasar, de la mano de historiadores honestos, la dramática historia de los omeyas cordobeses, sacudiéndola, en la medida de lo posible, de todas las adherencias y adornos empalagosos, tanto de interés localista, como de las manipulaciones del presente, de aquellos que, después de ignorarlos durante siglos, ahora los quieren utilizar para mayor gloria de la cultura musulmana integrista. Aquellos omeyas del estandarte blanco, considerados siempre por los integristas puros como corrompidos, malos musulmanes, cuando no medio bizantinos, que vivieron cercados por el norte cristiano para ser, finalmente, exterminados por sus hermanos fanáticos del sur, los del estandarte negro. En el fondo, resulta una paradójica y triste historia, nada inoportuna ahora, a pesar del tiempo transcurrido, en esta revuelta época de alianzas y choques de civilizaciones. Este es el recorrido de la historia de una refundida dinastía cordobesa, que comienza en Almuñecar un 14 de agosto del año 755, con Abd al-Rahman I, primer emir independiente de al-Andalus, y termina en el año 1009, con Hisham II, el último califa independiente de la estirpe, pero pelele de Almanzor.
Abd al-Rahman ibn Mauwiya, hijo de un príncipe omeya, nieto del califa omeya Hisham II, criado en un palacio en el desierto de Siria, a los diecinueve años fue el único superviviente del riguroso exterminio de su familia por parte de los abbasíes. Los abbasíes, enemigos de los omeyas sirios, que usaban estandartes negros como los turbantes de los taliban de nuestro tercer milenio, invocaban la venida de un nuevo califa que restauraría la pureza del Islam, corrompida por la «arbitrariedad y las viciosas costumbres de los omeyas». Reproche que siempre iba a acompañar la historia de los omeyas cordobeses en muchos ámbitos del mundo islámico de entonces, incluso en ciertos ambientes intelectuales de nuestros días, del mismo modo que Boabdil, el último rey de Granada, es considerado un traidor. Sin embargo, esta condición de impuros y traidores no es óbice para que, ahora, constituyan un recurso útil para resaltar la importancia de la cultura musulmana en todo el mundo.
Retrocediendo en la historia sabemos que, cuando el califa usurpador se enteró de que el azar quiso que, entre los presentes en la falsa celebración, no estuviera nuestro futuro Abd al-Rahman I, ni tampoco su fiel liberto Badr, ordenó que se les persiguiera hasta darles muerte. Por todos sitios aparecían sicarios del califa del turbante negro. Fueron cinco largos años de la vida de Abd al-Rahman en los que sólo tuvo por objetivo huir de sus enemigos.
Abd al-Rahman sabía que, desde hacia más de cuarenta años, los árabes estaban afincados en al-Andalus, a la otra orilla de donde se encontraba escondido, en una tribu situada cerca de Ceuta, llamada Nafza. Allí, en Qurtuba, la antigua Corduba romana-visigoda, había muchos clientes sirios de la familia omeya. Precisamente en junio de 754, el jefe de los clientes omeyas Ubayd Allah ibn Utman recibió la visita de Badr, el fiel liberto de Abd al-Rahman, portando una carta de éste, en la que le informaba de su situación y de sus propósitos de desplazarse al otro lado del estrecho. Abd al-Rahman tardó más de un año en conocer el resultado de aquella importante embajada encomendada al fiel Badr, quién, a su vuelta, le trajo muy buenas noticias de al-Andalus: los clientes omeyas y los yemeníes estaban dispuestos a luchar por su causa. El 14 de agosto del año 755, fecha del desembarco de Abd al-Rahman en la playa de Almuñecar, es también el comienzo de la historia de una estirpe nueva, la de los omeyas cordobeses, la de los creadores del sentido de estado por encima de la religión que, desgraciadamente, no sobrevivió a la invasión integrista norteafricana.
De la mano de Abd al-Rahman I, el de la bandera blanca, la Corduba romano-visigoda se transforma en la Qurtuba omeya, en realidad no sólo mora, sino medio bizantina. Se hace proclamar primer emir independiente. Esto significa que es el fundador de una dinastía rebelde frente al resto del Islam. A lo largo de casi trescientos años, los omeyas cordobeses, siempre independientes, tanto cuando se declaraban emires como cuando se autoproclaman califas, no dejaron de estar vigilados y atacados debido a sus comportamientos «irreverentes». Sin caer en la idealizadas y empalagosas descripciones de convivencia permanente de las «tres culturas», quizá sea oportuno citar aquí que, en la época omeya, los mozárabes dispusieron, además de obispos influyentes, de libertad para celebrar procesiones, entierros, hacer sonar las campanas de sus iglesias que eran seis: San Acisclo, San Zoilo, Los Tres Santos, San Cipriano, San Ginés Mártir y Santa Eulalia. Otro dato significativo es que, bajo los omeyas, sólo los teólogos estaban obligados a llevar turbante.
Al principio del segundo milenio, los andalusíes tenían la impresión de vivir en un país próspero y privilegiado, aunque eran conscientes de que estaban entre dos mundos cada vez más hostiles. En el año 1009 ocurrió algo inesperado. Hisham II, el califa pelele, el escondido, manipulado hasta lo indecible por el dictador Almanzor, nombraba descendiente suyo, no a un príncipe omeya andaluz, sino al hijo del ya desaparecido dictador, el impío, cruel y borracho Sanchol. Continuamente llegaban a Qurtuba, desde el norte de África, tribus enteras de beréberes para enrolarse en sus ejércitos. Los cordobeses los consideraban como bárbaros y les tenían miedo, porque eran cada vez más numerosos en las calles de la ciudad y casi nunca se castigaban sus abusos. Qurtuba se hunde de pronto, presa de una especie de castigo bíblico. En sólo cuatro años, la mayor ciudad de occidente, de su época, es derribada. Inundaciones, hambre, peste, incendios, exterminio metódico, guerreros africanos cabalgando por sus callejones con sables ensangrentados, palacios devastados por multitud de rapaces, bibliotecas ardiendo, entre risas de los fanáticos de la ignorancia y de la secta intransigente.
Tres años dura el asedio de los beréberes. Finalmente, el 19 de abril del año 1013, los hombres y mujeres de Qurtuba, pensaban que había llegado el fin del mundo. Aquellos enardecidos guerreros tan «purificadores» como algunos que vemos en la prensa y telediarios de nuestros días, como un ejército de ángeles exterminadores, se derraman por la ciudad, lanzando feroces gritos, agitando los sables sobre las cabezas de los pobladores de la ciudad. Los cordobeses morían igual que animales hacinados en el corral de un matadero. A principio del verano de aquel fatídico año de 1013, entró en Córdoba el califa de los beréberes, Suleyman, convertido en señor de una capital deshabitada, llena sólo cadáveres y escombros. Madinat al-Zahra, la «ciudad de la soberbia», la ciudad del estado el más moderno de su época, su hunde como la torre de Babel, como las Torres Gemelas de hoy. Según los puros, se lo tenía merecido, por su altivo desafío. Fueron los musulmanes puros del desierto de Arabia, los taliban de hoy, los que dictaminaron que la construcción de ese altivo edificio era un acto de soberbia desagradable a Alá.
El fin de la estirpe omeya es también el fin de Qurtuba. Como dice el profesor Vidal (UCO), el califato y la dinastía omeya se precipitaron al vacío desde la cumbre más alta tras casi tres siglos de esplendor. Desde la abolición del califato en 1031, hasta la conquista de la ciudad por las tropas cristianas en 1236, Córdoba estuvo más de dos siglos empobrecida, humillada, abandonada por todos. Esto debe haber influido en el carácter de la ciudad, «lejana y sola». Su papel frente a las ciudades hermanas de la actual Andalucía está muy lejos de ser la que fue. Quizá ahora se la quiere «rehabilitar» para los integristas, pero a costa de ignorar sus raíces romanas y a su fundador Cludio Marcelo, recreando un mitológico «nuevo califato» que una a todo el orbe musulmán, entre los que, naturalmente, estaría una estrafalaria al-Andalus, que nada tiene que ver con la actual Andalucía. Es de suponer que los cordobeses tendrán algo que decir. No es posible que olviden, sin más, lo que constituyen las cuatro columnas de la Córdoba arraigada en el alma no excluyente de los cordobeses: Séneca, Osio, Averroes y Maimónides («Las cuatro columnas de Córdoba», Julio Merino, Real Academia de Córdoba 1977).
Después de la catástrofe mas arriba descrita, al-Andalus y su estado cordobés se desmembraron en fugaces reinos de taifas que nacieron de los despojos del califato. A partir de entonces, y durante 461 años -bastante más que los 276 años del gobierno omeya- fue el continuo derrumbe de la presencia musulmana en la Península, como con anterioridad lo había sido la presencia romana y cristiana en el norte de África, hasta desaparecer totalmente.

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Comentarios

1

hhhhh


saque algo lo importante perras
Comentario realizado por sercon. 7/3/09 8:11h
2

Jolín...


Jolín... y nosotros quejándonos de Asenjo Sedano. Está visto que en el ABC puede escribir cualquiera...
Comentario realizado por Jose Cristóbal Carvajal López. 7/3/09 15:03h
3

Manso Coronado


Es un artículo entretenido pero creo que no es muy riguroso.
No creo que los africanos fueran tan bárbaros ni los baladíes tan refinados.
Ese escenario apocalíptico de los guerreros del desierto parece un guión de hollywood.
En cuanto a Andalucía como cualquier territorio de Europa tiene múltiples influencias y no solo la romana y la beréber-árabe; los pueblos prerromanos y los godos dejaron su huella también.
Comentario realizado por Neville. 8/3/09 5:14h