Los dos milagros de Lalibela (Etiopía)
29/5/11 .- http://elviajero.elpais.com
Secretas durante siglos, las iglesias de la montaña etíope son una aparición
Lalibela es un milagro. Un pueblo perdido en las tierras altas al norte de Etiopía alberga uno de los conjuntos arquitectónicos más cautivadores del mundo: una docena de iglesias talladas en roca viva en bloques únicos bajo el nivel del terreno. Pero lo asombroso no es eso, a pesar de que cuesta imaginarse a los artistas del antiguo imperio de Aksum, allá por el siglo VII, cincelando toneladas de piedra volcánica hasta lograr que brotaran monolíticas catedrales en profundas zanjas. Lo verdaderamente milagroso es que Lalibela ha permanecido incomunicada hasta hace una década. Lo fascinante es que sus templos siguen en activo como el primer día, acogiendo inmutables los ritos, plegarias y salmodias tal y como se desarrollaban en la época de Lalibela que, aclarémoslo, no es un lepidóptero ni una hierba aromática sino el nombre de un rey que se llevó injustamente la gloria, ya que el complejo estaba prácticamente terminado cuando subió al poder en el siglo XII.
Un capellán discreto
El mundo no tuvo noticias de Lalibela durante siglos. El primer relato llegó a Europa por boca del capellán de la Embajada de Portugal en 1521, pero fue excesivamente discreto. Decidió quedarse corto en su descripción convencido de que si se ajustaba a la realidad perdería credibilidad. La ciudad santa de los ortodoxos etíopes siguió así sumergida en su sueño histórico hasta mediados del siglo pasado, cuando los investigadores repararon en ella. El camino lo abrió el arquitecto e historiador italiano Monti Della Corte tras una cabalgada de 50 horas en mula. En 1965 se crea el Fondo Mundial de Monumentos y elige la restauración de las iglesias de Lalibela para su proyecto inaugural. Los cibercuriosos pueden ver el escaneado en tres dimensiones que hizo el organismo el pasado año: www.wmf.org/video/3d-laser-scanning-churches-lalibela-ethiopia.
Las iglesias se remozaron, pero solo para contemplación del puñado de privilegiados que lograba romper el aislamiento. Hasta hace una década no había una carretera asfaltada capaz de resistir los impulsos destructores de la estación de las lluvias. Después se construyó un pequeño aeropuerto que acoge a 120 viajeros al día, los que caben en el bimotor turbohélice que hace el trayecto diario desde Addis Abeba.
Con el fin de los viajes mulares, Lalibela se ha convertido en un secreto a voces. El goteo de visitantes ha despertado a los perillanes. Y mientras la moneda etíope se devalúa para alentar las exportaciones y propiciar que la economía siga creciendo a ritmo de dos dígitos (todo un lujo para uno de los países más pobres de la tierra), en Lalibela la inflación es disparatada. Hace un año la entrada al complejo monástico costaba 200 birr. Ahora ya son 350. Hace un año, el guía quedaba satisfecho con 150 birr. Ahora nadie se despereza por menos del triple.
Las buenas noticias llegan al calcular el cambio. Un euro equivale a 25 birr (así que la entrada sale por 14 euros) y se puede comer (alimentos reconocibles) por menos de 4 euros y dormir por unos 20 (incluso menos) en hoteles con agua y luz (siempre intermitente). Con 100 birr se pueden tomar en las acogedoras cabañas-pub hasta 7 cervezas San Jorge (marca que una vez fue propiedad de Haile Selasie, como tantas otras cosas) o 25 bunnas, el exquisito café etíope, el principal cultivo del país por delante del khat, la droga local (legal). Pero es preferible beber menos cervezas y no escatimar en los servicios del guía, al que vamos a necesitar para orientarnos por los laberínticos accesos a las 12 iglesias esculpidas en la toba volcánica, muchas de ellas unidas entre sí por retorcidos pasadizos hundidos en el subsuelo y túneles sumidos en total oscuridad.
Construidas por Dios
Ninguna es igual a otra y entre todas componen un excepcional catálogo de estilos. Están talladas en bloques únicos, sin ladrillos, madera ni argamasa. "Construidas por Dios", aclara uno de los sacerdotes para ahuyentar cualquier tentación de pregunta técnica del visitante. Las más conocidas son Biet Medhani Alem (Salvador del Mundo), la iglesia monolítica más grande del mundo y cuyos muros rosáceos se estiran desde un foso de 12 metros, y Biet Ghiorgis (San Jorge), un soberbio bloque en forma de cruz, muy reconocible desde el aire.
Santuarios en activo como son, en sus lóbregos interiores se desarrollan vistosas ceremonias celebradas en un idioma ininteligible incluso para los feligreses, el ge'ez, la lengua litúrgica oficial, el milenario idioma del imperio de Aksum. La vida en Lalibela no ha cambiado en siglos. La gente sigue yendo a misa cada día envuelta en túnicas y turbantes de algodón blanco para cantar, rezar y practicar un singular aerobic místico.
Desde las paredes de roca, decoradas con rotunda sencillez, miran con ojos desorbitados las decenas de santos, ángeles y vírgenes de piel tostada y expresión ingenua pintados por artistas antiguos. Una moqueta trata de disimular inútilmente la irregularidad troglodita del suelo. Andar se convierte en algo aún más complejo cuando, además de los baches, hay que tratar de esquivar a las escuetas figuras de los devotos que pasan las horas muertas tumbados en cualquier parte de ese ambiente de reconcentrada espiritualidad.
Pero curiosamente la presencia del turista y sus torpes pasos (descalzos, eso sí) no importunan. Y eso sorprende hoy tanto como en 1881. Aquel año, el tercer visitante de Lalibela del que se tiene noticias, el alemán Gehrard Rohlfs, escribía: "La tolerancia de aquellos sacerdotes era tan grande que mi sirviente musulmán y traductor pudo ir a todas partes con nosotros". El cristianismo llegó a Etiopía en el siglo IV y hoy sobrevive en su forma ortodoxa. El 60% de la población lo profesa, y como ocurría en 1881, en plena tolerancia con el islam del 30%. Y ese es el otro milagro.
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Lalibela es un milagro. Un pueblo perdido en las tierras altas al norte de Etiopía alberga uno de los conjuntos arquitectónicos más cautivadores del mundo: una docena de iglesias talladas en roca viva en bloques únicos bajo el nivel del terreno. Pero lo asombroso no es eso, a pesar de que cuesta imaginarse a los artistas del antiguo imperio de Aksum, allá por el siglo VII, cincelando toneladas de piedra volcánica hasta lograr que brotaran monolíticas catedrales en profundas zanjas. Lo verdaderamente milagroso es que Lalibela ha permanecido incomunicada hasta hace una década. Lo fascinante es que sus templos siguen en activo como el primer día, acogiendo inmutables los ritos, plegarias y salmodias tal y como se desarrollaban en la época de Lalibela que, aclarémoslo, no es un lepidóptero ni una hierba aromática sino el nombre de un rey que se llevó injustamente la gloria, ya que el complejo estaba prácticamente terminado cuando subió al poder en el siglo XII.
Un capellán discreto
El mundo no tuvo noticias de Lalibela durante siglos. El primer relato llegó a Europa por boca del capellán de la Embajada de Portugal en 1521, pero fue excesivamente discreto. Decidió quedarse corto en su descripción convencido de que si se ajustaba a la realidad perdería credibilidad. La ciudad santa de los ortodoxos etíopes siguió así sumergida en su sueño histórico hasta mediados del siglo pasado, cuando los investigadores repararon en ella. El camino lo abrió el arquitecto e historiador italiano Monti Della Corte tras una cabalgada de 50 horas en mula. En 1965 se crea el Fondo Mundial de Monumentos y elige la restauración de las iglesias de Lalibela para su proyecto inaugural. Los cibercuriosos pueden ver el escaneado en tres dimensiones que hizo el organismo el pasado año: www.wmf.org/video/3d-laser-scanning-churches-lalibela-ethiopia.
Las iglesias se remozaron, pero solo para contemplación del puñado de privilegiados que lograba romper el aislamiento. Hasta hace una década no había una carretera asfaltada capaz de resistir los impulsos destructores de la estación de las lluvias. Después se construyó un pequeño aeropuerto que acoge a 120 viajeros al día, los que caben en el bimotor turbohélice que hace el trayecto diario desde Addis Abeba.
Con el fin de los viajes mulares, Lalibela se ha convertido en un secreto a voces. El goteo de visitantes ha despertado a los perillanes. Y mientras la moneda etíope se devalúa para alentar las exportaciones y propiciar que la economía siga creciendo a ritmo de dos dígitos (todo un lujo para uno de los países más pobres de la tierra), en Lalibela la inflación es disparatada. Hace un año la entrada al complejo monástico costaba 200 birr. Ahora ya son 350. Hace un año, el guía quedaba satisfecho con 150 birr. Ahora nadie se despereza por menos del triple.
Las buenas noticias llegan al calcular el cambio. Un euro equivale a 25 birr (así que la entrada sale por 14 euros) y se puede comer (alimentos reconocibles) por menos de 4 euros y dormir por unos 20 (incluso menos) en hoteles con agua y luz (siempre intermitente). Con 100 birr se pueden tomar en las acogedoras cabañas-pub hasta 7 cervezas San Jorge (marca que una vez fue propiedad de Haile Selasie, como tantas otras cosas) o 25 bunnas, el exquisito café etíope, el principal cultivo del país por delante del khat, la droga local (legal). Pero es preferible beber menos cervezas y no escatimar en los servicios del guía, al que vamos a necesitar para orientarnos por los laberínticos accesos a las 12 iglesias esculpidas en la toba volcánica, muchas de ellas unidas entre sí por retorcidos pasadizos hundidos en el subsuelo y túneles sumidos en total oscuridad.
Construidas por Dios
Ninguna es igual a otra y entre todas componen un excepcional catálogo de estilos. Están talladas en bloques únicos, sin ladrillos, madera ni argamasa. "Construidas por Dios", aclara uno de los sacerdotes para ahuyentar cualquier tentación de pregunta técnica del visitante. Las más conocidas son Biet Medhani Alem (Salvador del Mundo), la iglesia monolítica más grande del mundo y cuyos muros rosáceos se estiran desde un foso de 12 metros, y Biet Ghiorgis (San Jorge), un soberbio bloque en forma de cruz, muy reconocible desde el aire.
Santuarios en activo como son, en sus lóbregos interiores se desarrollan vistosas ceremonias celebradas en un idioma ininteligible incluso para los feligreses, el ge'ez, la lengua litúrgica oficial, el milenario idioma del imperio de Aksum. La vida en Lalibela no ha cambiado en siglos. La gente sigue yendo a misa cada día envuelta en túnicas y turbantes de algodón blanco para cantar, rezar y practicar un singular aerobic místico.
Desde las paredes de roca, decoradas con rotunda sencillez, miran con ojos desorbitados las decenas de santos, ángeles y vírgenes de piel tostada y expresión ingenua pintados por artistas antiguos. Una moqueta trata de disimular inútilmente la irregularidad troglodita del suelo. Andar se convierte en algo aún más complejo cuando, además de los baches, hay que tratar de esquivar a las escuetas figuras de los devotos que pasan las horas muertas tumbados en cualquier parte de ese ambiente de reconcentrada espiritualidad.
Pero curiosamente la presencia del turista y sus torpes pasos (descalzos, eso sí) no importunan. Y eso sorprende hoy tanto como en 1881. Aquel año, el tercer visitante de Lalibela del que se tiene noticias, el alemán Gehrard Rohlfs, escribía: "La tolerancia de aquellos sacerdotes era tan grande que mi sirviente musulmán y traductor pudo ir a todas partes con nosotros". El cristianismo llegó a Etiopía en el siglo IV y hoy sobrevive en su forma ortodoxa. El 60% de la población lo profesa, y como ocurría en 1881, en plena tolerancia con el islam del 30%. Y ese es el otro milagro.
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