Reflexiones sobre el estudio de al-Andalus como sociedad o, de nuevo, qué arqueología para al-Andalus
Virgilio MARTÍNEZ ENAMORADO.
25/6/06
Han pasado doce años desde que Miquel Barceló en un memorable artículo se preguntara “¿Qué arqueología para al-Andalus?”. El planteamiento resultaba crucial en una práctica arqueológica medieval por aquél entonces considerada en sus inicios y, en todo caso, con grandes posibilidades de futuro. La pregunta, como tantas otras formuladas por historiadores y arqueólogos, sólo ha tenido contestación desde los hechos palpables, desde, digámoslo así, la praxis. Aunque aquel trabajo pueda leerse en las tres principales lenguas ibéricas(1) -que no es poco, no conozco un caso similar-, ello no garantizó, en absoluto, que se acogiera como propuesta de futuro entre el medievalismo -incluyendo, por supuesto, a los arqueólogos- y el arabismo hispano-portugués. Al contrario. En muchos de los problemas históricos planteados, con propuestas concretas para ir avanzando en el conocimiento de la sociedad andalusí, podemos garantizar que no sólo el conocimiento se encuentra fatalmente paralizado, sino que se ha caminado exactamente en el camino opuesto. No es “estancamiento” cuya evocación literaria siempre puede ser el de unas aguas calmas, una albufera nada turbulenta, sino un deliberado retroceso, una marcha atrás puesta en práctica por aquellos que tal vez acertaron a comprender la enorme potencialidad que envolvían algunas propuestas rupturistas para crear una efectiva “nueva arqueología”. Y digo deliberado porque ahora sabemos que hay otras maneras de construir la historiografía de al-Andalus desde la arqueología y que, con toda seguridad de manera premeditada, la alternativa ha sido laminada. Por aquel entonces se iniciaba un camino que, como todos los caminos, no se sabía dónde y cómo iba a terminar. Ahora sabemos que sí tiene fin. Otra cuestión es el trayecto que cada uno elija, pero ha de quedar suficientemente claro que hay alternativa.
Dicho esto, estamos obligados a reformular la pregunta. En 1992, Barceló terminaba haciendo un llamamiento a la necesidad de “una arqueología conceptualmente limpia y, por eso mismo, capaz de proponer problemas históricamente relevantes y respuestas plausibles a estos problemas. Por consiguiente, también, una arqueología que permitiese establecer jerarquías entre los conocimientos adquiridos y huir de la promiscuidad de contribuciones indiscriminadas y viscosas en un supuesto cúmulo de conocimientos que no explica nunca nada. Esto será, sin embargo, difícil considerados los intereses y los miedos corporativos” (2). Sin duda, la propuesta abrigaba, a pesar de todo, cierta esperanza. Era difícil, pero no imposible. Ahora sabemos que también fue demasiado prematura. Es casi imposible, pero no difícil. Por ello, la reformulación de la pregunta ha de dibujar forzosamente otro escenario. “¿Sirve la práctica de la arqueología tal y como se hace en la actualidad en la mayor parte de los territorios de al-Andalus para un conocimiento más certero de esa sociedad andalusí?”. Y la respuesta, con todos los matices que se quieran, ha de ser contundente: por ahora, dejémoslo así, no.
Lo primero que hemos de hacer los que nos dedicamos al análisis de al-Andalus como sociedad y que contamos con el registro arqueológico, es preguntarnos por la conveniencia de que si una estrategia sirve para las centurias de formación de al-Andalus, haga lo propio para el período nazarí, por ejemplo. Así de obvio. Todo ello no tenía porque ser así, pero de la aparente inmutabilidad que la academia se ha encargado de transmitir para los diversos períodos de la historia de al-Andalus se deriva la dificultad en la adaptación de estrategias para la generación de conocimiento histórico renovado. En esa visión, al-Andalus es un todo inmutable y sin matices y, en consecuencia, los procedimientos para su estudio también lo han de ser. Eso sí, no debemos preocuparnos: el movimiento, el cambio, la transformación social los pone en todo lugar y momento la perpetua “transición” hacia ningún lado.
En este estado de cosas, no es extraño que todavía haya que reivindicar como andalusí al sultanato nazarí de Granada. En su condición de Estado epígono, se ha intentado desgajarlo de la trayectoria histórica de al-Andalus para convertirlo en una suerte de sociedad señorial vasalla de Castilla y sin conexión posible con su entorno coetáneo magrebí o pasado andalusí. Y con ser cierto que las diferencias con respecto a otros períodos de al-Andalus existen palpablemente, también lo es que sin insertarla plenamente en sus auténticas coordenadas, que no pueden ser otras que las propias andalusíes-magrebíes, esa sociedad es ininteligible. Buena parte de lo que caracteriza a su organización social debe mucho a al-Andalus y esas señas, aunque debilitadas, se mantienen. Por ello, son tan meritorias las propuestas que se dirigen en esa dirección(3), utilizando, revisada, la tradicional documentación de archivo castellana, portuguesa o catalana que a tantas investigaciones ha dado lugar, siempre desde la perspectiva colonizadora. Ello provoca un escozor más que notable en el medievalismo andaluz e hispano, pero no hay otra alternativa frente a la constante adulteración.
Adulteración que se aprecia primeramente en la propia valoración de la “Reconquista” a la que pocos se atreven a calificarla como lo que fue, un gran proceso colonizador.
Afortunadamente, existe una nueva historiografía más atenta a reconstruir el proceso histórico contando con todos los agentes y, particularmente, con los que directamente sufren las consecuencias directas de ese proceso de extirpación, ausente, con todo, en la investigación del Bajo Medievo andaluz. En ese sentido, los estudios que se están llevando a cabo en Sharq al-Andalus(4) constituyen en sí mismos una revisión que forzosamente está destinada a servir como base razonable para la investigación medievalista andaluza que debe afrontar por fin lo que significó el hecho colonizador en esas tierras meridionales.
Si el objetivo de toda arqueología –también de la medieval- ha de ser “producir conocimientos históricos; es decir, producir informaciones adecuadamente contrastadas sobre la estructura, funcionamiento y cambios de las sociedades humanas”(5), las preguntas que le hagamos a ese registro han de ser lo más incómodas posibles, sin ninguna complacencia. Los resultados obtenidos del registro cuando metodológicamente se cumplen estas premisas así lo permiten y alientan. Además han de ir destinadas a sacar de las respuestas nuevas preguntas. En definitiva, “ni la arqueología ni cualquier otra técnica o método científico pueden resolver problemas no planteados previamente”, lo que significa que los “datos no existen en sí mismo, no están ahí indeterminadamente, sino que son producidos a partir de un problema o un conjunto de problemas explícitos y mediante técnicas y métodos, también explícitos, que permitan hacer valoraciones fundamentadas de las inferencias deducidas de los datos” (6).
Un, o mejor, el ejemplo por excelencia de lo que ha significado una arqueología excesivamente complaciente puede ser el de las fortificaciones. La formulación aparentemente teórica de al-Andalus como un “país de husun”(7) tiene ya la suficiente solera como para que de ella se extraiga unas conclusiones historiográficas de relevancia. Con todas las reservas concedidas al tiempo(8), se puede decir que su aceptación por parte de un amplio sector de la academia historiográfica ha significado un distanciamiento, tal vez irremediable, para la efectiva profundización en el conocimiento de la sociedad andalusí. Parece evidente que para el período de formación de al-Andalus, o lo que es lo mismo entre el siglo VIII y el X, los husun son perfectamente prescindibles –caso distinto es la situación que se da a partir del siglo XI- para un ejercicio de reconstrucción histórica fiable. Si se quiere dar un contenido histórico potente a esa sociedad andalusí inicial, las fortificaciones no deberían tener nunca el carácter “estelar” que se les ha dado. No es difícil detectar la distorsión.
En cambio, no se entendería al-Andalus sin el concurso de los campesinos y de su manera de hacer paisaje, sin la participación de la fiscalidad estatal en la organización del agro (9), en definitiva, sin todos esos “asuntos menores” que traen al pairo a una buen parte de la historiografía y de la arqueología del pasado y del presente. Barceló ha explicado que “la inteligibilidad historiográfica depende justamente de establecer criterios que permitan comprobar experimentalmente y con ejercicios de investigación precisos la relación, siempre desajustada, entre sultan y ra‘iyya”. Y en esa ligazón entre autoridad política y orden campesino, omnipresente en todas y cada una de las sociedades antiguas, “la producción y el uso de la moneda constituye la mejor medida conocida para medir justamente esa relación abrasiva. Los conocimientos sobre producción y uso de la moneda, como eje de la fiscalidad, son suficientes para no poder proponer el estudio de esta relación prescindiendo de ellos. Se puede, obviamente, pero se alteran a sabiendas los resultados”(10). La negativa a detectar esa relación se oculta intencionadamente en la procelosa “historia monetaria” o en los “estudios numismáticos”, olvidando que la moneda “és la captura institucionalitzada mateixa i la gestió d’aquesta captura. I hi porta incloses les submissions i les ordenacions polítiques bastides sobre les regularitats que asseguren l’acumulació i la seva jaràrquica distribució. Cap elaboració sorgida de l’estricta consideració de les monedes no pot donar compte de tot aixó” (11).
En la aceptación de esa propuesta de al-Andalus como “país de husun”, se ha encontrado la coartada perfecta para alterar esos resultados, olvidando lo que conviene olvidar y remarcando lo que conviene remarcar, por encima de evidencias basadas en un empirismo básico. En la inicial propuesta de los investigadores franceses sobre las fortificaciones andalusíes, el objetivo estaba claro: el objeto de estudio habían de ser los “châteaux ruraux” (12), como primer paso en la estrategia que debía concluir con la definición de la sociedad andalusí. Los castillos eran de esta manera uno de los elementos del paisaje rural –ni siquiera el más importante, añadimos nosotros-, pero no el único. La vertebración de ese territorio rural en tres espacios claramente identificables aparecía en un horizonte no tan lejano como principal propuesta para esa nueva visión de los paisajes campesinos andalusíes, en la que a cada uno habría de dársele la importancia que tenía para hacer comprensible esa sociedad “oriental” en Occidente: las áreas de residencia (alquerías), las de trabajo (terrenos irrigados) y las de refugio (fortalezas) (13). Insertar a los husun en la red de qurà y no convertirlos en entes autónomos para no alcanzar a comprenderlos era el reto. Incluso, aunque el castillo tuviera un sentido residencial, sobre el que, en todo caso, mucho es lo que hay que decir, se podría explicar el sistema, pues “nunca un conjunto seriado de residencias contiene explicaciones suficientes de su emplazamiento. Sólo el estudio de los campos de trabajo puede revelar su lógica” (14).
Dicho de otra manera, había que despojar al castillo de su sentido “señorial” para alcanzar a comprenderlos bajo otra perspectiva, ni siquiera tenida en cuenta en la tradición historiográfica europea, la de su condición “campesina”. La incomodidad que se derivaba de convertir las fortalezas, el santo y seña del feudalismo, en simples estructuras castrales de carácter estrictamente rural, como se ha resaltado (15), era manifiesta. En ello todavía estamos de forma mayoritaria, pese a los intentos por aportar nuevas visiones compatibles con el sentido del castillo como resultado del orden campesino y de la sociedad como organización segmentaria. La presencia del hisn va unida a la concentración de los sistemas de regadío, pero también a su independencia. Por ello, la cronología de estos distritos castrales en su plenitud de funcionamiento deberá retrasarse al menos hasta el siglo XI, fase en la que el castillo se convierte en auténtica “expresión de un consenso social local además de una institución estatal, precisamente cuando la magnitud del esfuerzo impositivo y defensivo gubernamental se extiende y multiplica para señalar y dividir, amojonar y deslindar el mundo rural como un conjunto de territorios en litigio frente a otros Estados taifas” (16).
Los esfuerzos para invertir el sentido de la investigación no han sido todo lo prolijos que hubiéramos deseado. Ejemplo brillante de lo que supone una expresa renuncia a seguir en la práctica arqueológica de las certezas y las “transiciones” para plantear auténticos “problemas sociales” que supongan una efectiva profundización en el conocimiento de al-Andalus es aquel que se refiere a los graneros fortificados como parte integrante de la problemática de los husun y de su relación con las redes de alquerías (17). Es un buen argumento para ir quitando a las fortalezas el valor fetichista que le otorga cierta arqueología complaciente.
De todo ello, sabemos, claro, lo que puede sobrar y lo que no... También es claro que se optó por lo que sobraba. Ellos –en realidad, lo sabemos todos- sabrán por qué. Porque la ratonera ya estaba preparada y sólo había que esperar a que los inocentes ratones entraran en ella a degustar con toda placidez el queso. Se trataba de hacer caso omiso a aquello que no fuera husun, de privilegiar una investigación tendente a constatar que en esos territorios existían “poderes”- ¿feudales, protofeudales, parafeudales, metafeudales, prefeudales...? perfectamente compatibles con una “historia normalizada” de al-Andalus en la que se diera cabida sustancial a conceptos intangibles pero siempre viscosos como el que significa “transición hacia la formación social islámica” (18). Tras la simpleza, estaba un futuro sin salida, una práctica arqueológica agotada en sí misma y destinada claramente a buscar “fortificaciones” para dar “sentido defensivo” a una sociedad que no lo tenía. Lo de menos era detectar redes de alquerías, con o sin “señores” -en el fondo, importaba e importa bien poco-; lo de más, los castillos encargados de garantizar el orden social, también el de los historiadores del presente.
Es por ello que no parece –al menos, no lo creemos- que con la formulación de al-Andalus como país de husun se estuviera proponiendo deliberada y simplemente que en al-Andalus, tanto en su período de formación, como en las etapas posteriores, hasta su desaparición, había “fortificaciones” (husun), algo del todo evidente. Tal axioma, necesariamente convertido en dogma de fe por una arqueología oficial siempre dispuesta a corroborar lo que significa el fascinante descubrimiento de lo obvio, escondía -así lo creemos- el añejo propósito de “homologar”, por la vía fácil de la fortificación, a al-Andalus. Sin discriminación cronológica ni de ningún otro tipo, y con los castillos como principal argumento explicativo de la sociedad andalusí, desde sus inicios -recordémoslo-, podríamos entender aquella sociedad como parte integrante del Occidente, sin problemas de conciencia para convertirla en un capítulo nada anómalo de la historia medieval de Europa y de España. De esta manera, se cerraba un círculo que en los años 90 de la pasada centuria comenzaba a mostrarse demasiado abierto a interpretaciones que pudieran distorsionar un guión oficial que con tanto esfuerzo y tiempo se había construido.
Decir a estas alturas que la arqueología está llamada a ser imprescindible para comprender, en el futuro, al-Andalus, toda vez que el registro documental, y cronístico en particular, está abocado a su propia consunción, puede resultar otra simpleza. Tal vez, con todo, convenga recordarlo con mayor insistencia de lo que se hace. Tan turbio es el panorama que aún hay que reivindicar la arqueología como ineludible futuro de los estudios de al-Andalus.
Si bien es cierto que siempre podrán aportarse nuevas interpretaciones textuales derivadas de la crítica y de la semiótica, no lo es menos que esa actividad tiene sus límites. También, por supuesto, los tiene la arqueología, pero como “sociedad antigua” que era, al-Andalus sólo podrá comprenderse en sus rasgos generales con el concurso de la arqueología. El fondo de la cuestión es, nuevamente, el cómo y el para qué. El desprecio, disfrazado de ignorancia, demostrado hacia la misma –incluso para la “oficial”- por algunos historiadores y arabistas de prestigio demuestra la situación en la que, es de lamentar, estamos.
El recorrido que a continuación sigue por cada uno de los objetos de estudio será forzosamente breve. Como se puede suponer, cada uno de los epígrafes requeriría un desarrollo de bastante mayor amplitud. Es por ello por lo que habremos de centrarnos en lo que a nuestro juicio resulta digno de ser citado, bien como propuestas innovadoras en el esclarecimiento de esa sociedad andalusí, bien como hipótesis más o menos rechazables para ese propósito.
1. Arqueología urbana.
¿Está la arqueología urbana capacitada para generar conocimiento histórico de calidad? A estas alturas de la investigación medievalista, el planteamiento de esta pregunta, formulada en unos términos bastante parecidos por algún otro investigador (19), es insoslayable. A muchos les puede parecer excesivamente incómoda: las inversiones y esfuerzos volcados en esta práctica y la esperanza depositada en ella han dado resultados tan magros que en algunos casos la relación resulta escandalosa. Por ello es evidente que de todo el trabajo arqueológico desarrollado en las ciudades españolas en los últimos años habrían de haberse obtenido unos resultados de distinto cariz y profundidad a los producidos, toda vez que la simple verificación de determinados niveles cronológicos, expuesta como resultado principal de buena parte de esa costosas intervenciones, ya estaba suficientemente atestiguada y no era necesario para ello tamaña inversión. Bastaba con revisar las crónicas árabes y la prolija documentación posterior a la conquista.
Técnicamente, por supuesto, no parece que sea mucho lo que haya que reprochar: la metodología puesta en práctica para la interpretación de las excavaciones ha mejorado ostensiblemente en los últimos años (20). La problemática es otra: la falta de estrategias científicas que permitan insertar tanto dato disperso en proyectos globales que a su vez den sentido a las ciudades no tanto como “centros de poder político” –algo obvio, ha sido así desde que la ciudad es ciudad-, sino como parte integrante –en la periferia, tal vez- de un “orden campesino” no tan alejado y ajeno a las ciudades como se pretende, toda vez que se está, por fin, argumentando con criterios bastante sólidos sobre una realidad que se suponía, pero que nadie se atrevía a formularla con claridad por la zozobra que suponía llevar la sociedad segmentaria a las viejas ciudades hispano-romano-visigóticas: la existencia de una distribución clánica en las primeras ciudades de al-Andalus (21).
A pesar del esfuerzo hecho desde la historiografía para comprenderla, la madina andalusí sigue siendo una gran desconocida, pues somos incapaces de incorporarla al territorio que de ella depende y no la hemos integrado, particularmente la ciudad áulica, en el ciclo histórico que le corresponde (22). Lo cierto es que no se ha explicado todavía cuáles fueron los mecanismos sociales por los cuales “fracciones de campesinos se urbanizaron” a partir del siglo XI (23), intensificándose el proceso en el siglo XII. Antes de esas centurias, la debilidad del “urbanismo andalusí” (24) es tal que sólo Córdoba, como gran metrópoli de Occidente, puede tal vez ajustarse en funciones y formas a lo que más tardíamente se conceptualizará como madina. Esto se intuye, sólo se intuye, en los trabajos que pretenden ser generales sobre la evolución de la madina andalusí (25). La decepción que ocasiona en ciertos arqueólogos la comprobación de unos exiguos y poco consistentes niveles “omeyas” es algo que reiteradamente se vislumbra, con timidez unas veces, abiertamente otras, en las publicaciones. Si no fuera por la pertinencia de los datos objetivos que obstinadamente señalan precariedad urbana en casi todos los enclaves andalusíes hasta el siglo XI, estamos seguros que podrían funcionar algunos de los artificios puestos en funcionamiento por esos arqueólogos para justificar lo injustificable.
La adecuación entre la realidad arqueográfica y la terminología que los autores posteriores a los hechos históricos relatados transmiten puede ser muy ilustrativa: el lugar de Talayra, frente a Bobastro, representa el ejemplo urbano (madina reiteradamente en las fuentes) de la “formación social islámica” frente a los rebeldes hafsuníes. Así describe el emplazamiento, sin ahorrar adjetivos grandilocuentes, Ibn Hayyan; obsérvese en contraposición los epítetos que dirige a Bobastro:
“Al marchar del sitio de Bobastro, [‘Abd al-Rahman III] había mandado construir la fortaleza (hisn) de Talayra tal como trazó, e insistió en que se acabara , lo que se hizo pronto, instalando allí a sus generales y soldados, para que continuaran sitiando y hostigando a Bobastro y dominando sus puertas, como hicieron a porfía, de modo que al poco florecía Talayra, con amplias moradas a las que se trasladaba la gente , multiplicándose la población y levantándose zocos (al-aswq) que fueron concurridos y proporcionaban grandes comodidades, de manera que la gente rivalizaba por vivir tan excelentemente, a diferencia de lo que ocurría al poco en Bobastro, cuya población vivía mal, haciéndoseles el lugar angosto, pues estaba sitiado, vedado y abandonado , y hubieran querido huir de allí al mismo fuego, pues la visión del califa al-Nasir al levantarle en contra esta hermana Talayra había sido el mejor ardid y la llave que facilitaría su conquista”(26)
Pues bien, hemos identificado Talayra (27) y no pasa de ser una modesta fortaleza que ocupa la cumbre amesetada sobre un cerro prominente que domina el Guadalhorce. La ciudad de poblados zocos y amplias moradas se desvanece fantasmagóricamente ante las evidencias “materiales”.
Lamentablemente, se ha perdido una oportunidad histórica para producir una nueva historiografía urbana sobre al-Andalus, un nuevo registro basado no tanto en el documento, tan escaso, como en la técnica arqueológica. Las diferencias entre los dos registros no deben ser, como a veces se defiende de manera obstinada, insalvables. Tampoco son complementarias, al “tener una procedencia social distinta” (28), sino convergentes: las dos, la historiografía con sus documentos, y la arqueología, con su registro, han de conducir a crear conocimiento histórico, a ayudar a comprender de una manera lo más rigurosa posible las sociedades estudiadas (29).
Es cierto que en tal sentido en los últimos tiempos se asiste a cierta recomposición del panorama. La dispersión de las publicaciones y la ausencia de publicaciones generales que aúnen tanta diseminación en la publicación es un inconveniente que sólo se puede resolver desde una capacidad de auténtico liderazgo intelectual inexistente en la mayor parte de los casos. Los intereses son tantos y tan confrontados que de todo ese totum revolutum difícilmente se puede extraer conocimiento histórico de calidad.
Si hacemos un balance de lo que significa la aportación de las intervenciones urbanas en los últimos libros de conjunto sobre la madina andalusí, tal vez podamos hacernos una idea de su todavía escasa significación a la contribución del conocimiento científico sobre el urbanismo del Occidente musulmán medieval. Las adscripciones pueden resultar dudosas (¿qué es un trabajo arqueológico y qué no lo es?), pero creo poder asegurar que los resultados son relativamente contundentes, toda vez que nos mostramos tal vez excesivamente generosos a la hora de adjudicar un contenido arqueográfico a trabajos que son más bien resultado de revisiones bibliográficas. En todo caso, están presididos por la heterogeneidad.
Así, si en el Congreso de Berja con el título “Ciudad y territorio en al-Andalus” (30) la mayor parte de las contribuciones tiene una base arqueológica, en el de Algeciras que llevó por título “La ciudad en al-Andalus y el Magreb” (31) tan sólo un par de artículos de un total de 23 se basan en sentido estricto en los resultados de intervenciones urbanas, exigua contabilidad en la que, además, habría que establecer matices; algo similar sucede con la obra “Genèse de la ville islamique en al-Andalus et au Maghreb occidental”, con una proporción en la que destacan las intervenciones arqueológicas efectuadas en Marruecos: 19 ponencias, con unos 4 trabajos centrados prioritariamente en la cuestión arqueológica (32); situación aún más descompensada es la que se observa en el Simposio Internacional “La ciudad islámica”, donde la arqueología urbana brilla por su ausencia (33); la proporción forzosamente habría de cambiar en la reunión de Toledo “La ciudad medieval: de la casa al tejido urbano” (34): 13 ponencias con unas 8 con un argumento fundamentalmente arqueográfico derivado de intervenciones urbanas; y en “Urbanismo medieval del país Valenciano” (35), pues prácticamente todas tienen a la arqueología de intervención urbana como argumento destacado; nada de arqueografía, como era de prever, en la obra “L’urbanisme dans l’Occident musulman au Moyen Âge. Aspects juridiques” (36). Aunque no centrada en exclusividad en la ciudad, en el volumen “La arqueología medieval en la arqueología” (37) encontramos una significativa cifra de 4 trabajos de interpretación arqueológica en ámbito urbano de un total de 9 contribuciones.
Pero lo dicho, con ser grave, no es lo peor. Lo peor, seguramente, puede estar por venir. La ausencia de proyectos amplios y ambiciosos, la dejación por parte de la mayor parte de las Universidades y de los centros de investigación en los trabajos de coordinación, la inexperiencia de los técnicos que entran a formar parte en labores de dirección en estas actividades..., pero, sobre todo, la voracidad inmobiliaria, sin límites, dibujan un paisaje en absoluto halagüeño. Por mucho que los trabajos arqueológicos traten de reconstruir tejidos urbanos desaparecidos, el dato proporcionado por algún técnico de la Junta de Andalucía –algunas ciudades andaluzas han sustituido en los últimos 15 años el 60% de su caserío- es lo suficientemente impactante como para llamar a la reflexión.
Es cierto que la actividad arqueológica urbana tiene un exiguo recorrido y que aún podrá arrojar datos de gran trascendencia que ayuden a comprender mejor la madina andalusí –en concreto, ciertas ciudades de medianas y pequeñas dimensiones donde la destrucción no ha sido muy intensa-, pero mucho nos tememos que los numerosos intereses que confluyen en la misma, desarrollada al socaire del desorbitado crecimiento urbanístico de los años 80, 90 de la pasada centuria y particularmente de estos años iniciales del siglo XXI, van a impedir la inserción de la misma en los mecanismos generadores de conocimiento histórico de entidad.
Se trataría, por tanto, de darle una nueva dimensión a la arqueología urbana, de integrarla en el conocimiento científico de calidad. El reto así planteado nos daría una idea precisa de la “musculatura” historiográfica de los estudios de al-Andalus, de su capacidad para recomponer un panorama de destrozo. Para el futuro, sin embargo, podemos adelantar que la decepción va a estar plenamente garantizada. En cualquier caso, es recomendable mirar fuera (38) para comprobar experiencias que pudieran aplicarse a estos territorios urbanos andalusíes.
En la situación descrita, queda, sin embargo, la esperanza de que la práctica destructiva llegue mitigada al agro, a las zonas que aún hoy son rurales o simplemente que se sitúen alejadas de las grandes urbes, por más que en la sociedad moderna la separación entre el campo y la ciudad no tenga la efectividad de antaño. De hecho, en nuestra sociedad la implantación de los modos de vida urbanos en lugares apartados de ciudades no ha hecho sino comenzar, por lo que es de esperar también en ellas una destrucción de ese patrimonio, irrecuperable.
Sólo con el estudio de las zonas rurales más o menos inmediatas se podrá comprender la madina andalusí y no al revés. Nuevamente, el ejercicio de desfiguración que lleva a hacer al-Andalus una sociedad “eminentemente urbana” se exhibe, sin disimulo alguno, para hacer ininteligible la comprensión de ese mundo. No en vano parece que se privilegian determinados enclaves por su supuesta potencia explicativa de al-Andalus como “país de ciudades”, sin apenas advertir, si no es de soslayo, de la absoluta y palmaria excepcionalidad de esos lugares elegidos como ejemplo (39).
Las advertencias para evitar caer en la tentación son tan sonoras que la contumacia en el error sólo puede ser valorada como intencionada. Francovich, por ejemplo, lo ha expresado con absoluta contundencia en diversos escritos: “Realizzare un progetto di archeologia urbana totalmente separato dalla lettura del contesto territoriale appare una operazione parziale: è viceversa fondamentale conoscere la dinamiche degli inediamenti relazionati con il centro urbano, in un quadro di riferimento dove gerarchie e rapporti di potere siano messi a fuoco con la maggior precisione possibile” (40).
Uno de esos ejercicios basados en la reconstrucción arqueográfica de una ciudad haciendo caso omiso a su alfoz es el que representa el compendio de artículos centrados en la Málaga andalusí, en la que se dan toda una serie de sobreentendidos en torno a la ciudad como “centro de poder político”, sin alcanzar a comprender que esa función no depende tanto de la ciudad misma como del hinterland (alfoz, mejor) que así lo reconoce (41). Las diferencias en los resultados obtenidos con otras aportaciones destinadas a otras regiones de al-Andalus, también periféricas, son más que evidentes (42).
En todo caso, es ahí, en las regiones rurales (badiya) y en su relación con el sultan, quien quiera que sea, y no exclusivamente en Córdoba, no en Sevilla, no en Granada, donde se encuentra la explicación de un al-Andalus más “social”. La relación sultán-ra‘iyya, a la que se refería Barceló, ofrece distintos niveles, y si en la ciudad la descompensación es absolutamente abrumadora en favor de la autoridad política, del sultán, en el campo intervienen otros mecanismos en los que el orden campesino toma la medida de las cosas.
2. Arqueología del monumento.
Aunque no tiene tanta importancia para la llamada “arqueología social”, es evidente que el estudio monumental de los grandes conjuntos andalusíes ofrece una panorámica radicalmente distinta a la proporcionada por las intervenciones urbanas. La garantía de la preservación de los grandes conjuntos monumentales de al-Andalus ha permitido con el paso del tiempo proceder a su estudio exhaustivo. En ese sentido, los trabajos efectuados en la Alhambra de Granada (43) o en el Alcázar sevillano (44) no hacen sino demostrar la conveniencia de los mismos. Carecemos por ahora de una síntesis con esas dimensiones y pretensiones para la Mezquita de Córdoba.
De ello es seguro que se deriva el eclipse de la “arquitectura menor” ante la magnitud de los grandes conjuntos, también en el plano simbólico y como creadores de riqueza en los tiempos que corren (turística, sobre todo). Esa arquitectura considerada de menor entidad ofrece, sin embargo, posibilidades de interpretación ciertamente destacadas: el ejemplo que supone el hallazgo de la “iglesia metropolitana” de Bobastro, obra directa de ‘Umar b. Hafsun con el propósito de consolidar un obispado ex novo, permite comprender con nuevos argumentos lo que supuso la revuelta anti-omeya, al tiempo que aporta una nueva visión sobre el llamado “arte mozárabe” (45).
El arte mozárabe y la continuidad (46), con sus ramificaciones hacia el pasado (visigotismo), hacia tiempos coetáneos (arte omeya) e incluso hacia el futuro (mudejarismo), gravita, siempre repleto de connotaciones, sobre el período de formación de al-Andalus, manteniendo viva, bien resplandeciente, la antorcha que Simonet, Gómez-Moreno o Torres Balbás, entre otros, portaran. De fondo, siempre encontramos la misma justificación, de tal manera que no es extraño adivinar ciertas mixtificaciones donde se mezcla lo “artístico”, valorado seguramente desde una visión fundamentalmente arqueológica, con lo “social”, sin discernimiento. Pero el grado de concreción es manifiestamente distinto entre una perspectiva y otra: los títulos de los diferentes artículos de alguna de las monografías así lo dejan entrever (“Fórmulas y temas iconográficos en la plástica hispanovisigoda (siglos VI-VIII). El problema de la influencia oriental en la cultura material de la España tardoantigua y altomedieval” frente a “La herencia del protofeudalismo visigodo frente a la imposición del Estado islámico” (47), por ejemplo). Mientras esto sucede, no se da el suficiente protagonismo a lo que posiblemente sea lo más significativo: en una importante series de trabajos arqueológicos (48), se viene a demostrar la estrechísima vinculación de algunos de los complejos eclesiásticos como el del Trampal y de Melque con perímetros irrigados, vagamente fechados, pero que intuimos han de corresponder a establecimientos acaedidos en el primer momento de la formación de al-Andalus.
Por ello, otro problema es la aceptación, tal y como están enfocados, de la virtualidad de estos análisis para contribuir a explicar la sociedad andalusí, pues evidentemente estamos ante un tipo de estudios con una más que evidente propensión hacia el monumentalismo, lo que ha traído consigo un enfoque distorsionado en el que priman las grandes manifestaciones arquitectónicas estatales y oficialistas de las principales urbes andalusíes, sin que, por regla general, se puedan relacionar con modalidades de poblamiento. Porque estas sólo podrán desentrañarse a partir del agro, reiteramos.
No podemos pensar que tal problemática afecta en exclusividad a al-Andalus, pues se presenta en cualquiera de los análisis que sobre elementos arquitectónicos se hacen en cualquier período histórico, olvidándose muy a menudo de aquellas manifestaciones que no pueden considerarse “monumentos” y sólo “restos” o “vestigios”, de acuerdo con la visión de la arqueología alemana del Altertum Wissenschaft.
El caso de la vivienda es especialmente significativo. Aunque el material con el que se trabaja es abundante al ser resultado de trabajos arqueológicos de urgencia, la vivienda andalusí sigue estando en el capítulo de deberes por realizar. El contraste con el conocimiento que, desde una perspectiva arqueológica, tenemos sobre el Magrib al-aqsà debía llevarnos forzosamente a la reflexión (49).
Lo que sabemos sobre las viviendas palaciegas o vinculadas a ámbitos áulicos ha aumentado exponencialmente en los últimos tiempos. Buena prueba de ello son las monografías destinadas a cubrir las centurias finales de al-Andalus (50). De los siglos anteriores lamentablemente seguimos sin saber en la práctica nada (51), al igual que de las “unidades residenciales” rurales que permanecen en buena medida por estudiar, a pesar de algunos encomiables esfuerzos (52). Por supuesto, las diferencias cronológicas son dignas de ser tenidas en cuenta, mucho más de lo que se hace. Frente al período nazarí, para el que contamos con un suficiente número de ejemplos, todavía está por descubrir un barrio de viviendas identificable en el siglo VIII, pues ni siquiera en ámbitos urbanos, como pueda ser el cordobés, se ha logrado describir con diáfana claridad un sólo ejemplo. En realidad, datos relativos a la vivienda urbana y rural, aparentemente contradictorios, sometidos a una interpretación adecuada, pueden ayudar a identificar las distintas modalidades de poblamiento. Con todo, apenas si se tiene en consideración la vivienda urbana en emplazamientos con una larga perduración y continuidad de poblamiento, porque suelen ofrecer serios problemas estratigráficos.
3. Arqueología de los paisajes campesinos.
Está escrito desde hace años: al-Andalus se conforma como una suma de territorios campesinos. Ciudades y fortalezas no logran alterar esa palmaria realidad, en la que los ingresos de la _ib_ya acuden cumplidamente a sustentar tal aserto. Los invisibles campesinos se sitúan así en el centro del debate intelectual (53), sustituyendo algunos conceptos de muy difícil concreción empírica (¿qué es la islamización?). Sin teorización es cierto que no hay arqueología, pero a veces sobra jerga teórica.
Desde la historiografía del presente, los intentos por trasladar modelos urbanos al campo chocan, reiteradamente, con los hechos. La identificación de lo que fue calificado “primer jardín botánico de al-Andalus” (54) donde se produjo la aclimatación de la granada safar nos devuelve a la realidad: la conversión del pequeño perímetro irrigado de Qasr Bunayra/Casarabonela (55) en un jardín botánico periurbano no deja de ser un ejercicio de magnificación acorde con las ideas que hacen de al-Andalus, desde el principio, un país de husun y mudun, todo ello, además, heredado casi por la vía infusa de anteriores organizaciones socio-económicas.
Si una parte –sólo una parte- de los enormes recursos destinados a la arqueología urbana se hubiera destinado a la reconstrucción de las redes de alquerías, los saberes sobre la sociedad de al-Andalus serían de mucha mayor entidad.
Lamentablemente, un buen número de las intervenciones en el agro va encaminado a la liberación de terrenos para la construcción de obras públicas, por lo que se comprenderá que de ello lo único que se puede obtener son datos deslavazados, sin apenas posibilidad de integrarlos en redes de conocimiento de mayor alcance. Apenas si han existido, y no parece que se opere un cambio en otra dirección, proyectos para intentar conocer ese espacio rural, olvidado por los cronistas del pasado y por los arqueólogos del presente.
Conviene recordar, por si quedara alguna duda, que en esa arqueología destinada a reconstruir redes de alquerías sobra casi siempre la técnica de excavación. La prospección, por tanto, permite aportar un nivel de conocimiento aceptable. Los microsistemas hidráulicos son los objetos que permiten definir con bastante exactitud de lo que estamos hablando (56), las redes de alquerías (57) ordenadas socialmente bajo los criterios de un orden genealógico opaco para los historiadores y arqueólogos que sólo merced a algunos proyectos de estudio en contextos geográficos bastante concretos se han dado a conocer. Nuevamente, habremos de establecer una clara diferenciación entre Sharq al-Andalus y el resto (58).
4. Los estudios sobre cerámica: etnicidad y técnicas cerámicas.
El privilegio concedido a determinados estudios cerámicos para un supuesto conocimiento del agro andalusí choca repetidamente con la evidencia de los resultados obtenidos, casi siempre poco esclarecedores. Ya habíamos advertido con anterioridad como entre una buena parte de los arqueólogos dedicados a al-Andalus, los estudios consagrados a lotes cerámicos suelen representar un capítulo de jugoso aprovechamiento para engrandecer menguados currículos (59). Poco importa a los ojos de esos arqueólogos que tales conjuntos tengan una cierta coherencia geográfica, cronológica o funcional. Lo significativo es describir, formular taxonomías mientras más amplias mejor, sin criterios que permitan internamente ordenar datos tan dispersos y, aparentemente, insignificantes para aportar conocimiento histórico. De ello se derivan situaciones paradójicas a las que más tarde o más temprano habremos de dar soluciones más coherentes que las que ahora se proporcionan. El caso del llamado “torno lento” ejemplifica como ningún otro la perversión de esa práctica arqueológica destinada a crear vínculos demográficos desde presupuestos “poblacionales” deleznablemente fangosos (60): los criterios de carácter tecnológico son los que determinan filiaciones genético-poblacionales; ya se sabe, el torno lento es la cerámica de las poblaciones indígenas (sic), la vidriada de las poblaciones “socialmente islamizadas”... Si el guión resulta destrozado o se complica por la mera evidencia arqueográfica se da una vuelta de tuerca a la terminología y el “torno lento” se convierte en “cerámica a mano”. Todo sea por defender una “causa indigenista” tan rentable para la reconstrucción mitificadora de esta sociedad musulmana medieval que fue al-Andalus (61).
Sorprende comprobar como el “torno lento”, a pesar de la predilección que tiene su estudio a la hora de justificar continuidades poblacionales, no haya merecido siquiera una clasificación de carácter funcional y formal. Se sigue recurriendo para el sur de al-Andalus a un artículo de escasamente diez hojas y de escasa pretensión.
En la reciente bibliografía sobre al-Andalus los estudios destinados a inventariar repertorios cerámicos han proliferado espectacularmente como resultado de la situación descrita: a la multiplicación de intervenciones arqueológicas de las denominadas “de urgencia” llevadas a cabo en los núcleos históricos de las ciudades que fueron de al-Andalus, se une lo que llamé “bulimia curricular” y finalmente la facilidad que entraña convertirse en un “arqueólogo especialista” en al-Andalus a partir de un buen número de artículos ceramológicos.
Pero los problemas siguen estando ahí. Uno de ellos es la ausencia de cronologías viables derivadas de la estratigrafía arqueológica se ha de resolver acudiendo a la cuestión de las “cronologías cruzadas”, Corresponde a los estudios ceramológicos la responsabilidad mayor en el establecimiento de cronologías convincentes en los estudios de poblamiento, pero es más frecuente en las monografías la búsqueda no tanto de fechaciones como de filiaciones étnico-culturales. En el caso de al-Andalus para el siglo VIII, la desconexión con lo que sucedía en Oriente e, incluso, con el más cercano Magreb es preocupante, ignorancia que, paradójicamente, sirve para evitar “cronologías cruzadas”, ya que no contamos con la fechación matriz (62).
Con todo, principal problema historiográfico que se deriva del anterior ha podido ser enunciado con rigor, aunque quede mucho para alcanzar unos resultados que puedan empezar a ser considerados como auténtico punto de partida: “Delineation of changes in ceramic production and distribution patterns can potentially shed much light on the degree of cultural continuity or rupture between the Late Roman and Islamic periods. Because in many cases Islamization involved the influx of new populations into the Peninsula, one might expect new ceramic traditions to have followed”(63).
En un contexto clausurado como el insular se ha podido avanzar notablemente. La producción cerámica andalusí de las Islas Orientales en relación con el área colonizadora (al-Andalus) empieza a ser valorada en su integridad después de los trabajos pioneros de Rosselló (64), derivándose de ello otras consideraciones no menos relevantes: el origen de los tipos cerámicos ibicencos importados los establece Kirchner (65) en Denia, prioritariamente, y en Mallorca, secundariamente. Ello, sin duda, viene a corroborar la hipótesis magistralmente expuesta por Barceló sobre el proceso de inmigración (66). Las piezas de origen foráneo se fechan casi en su total integridad a partir del siglo XI, cuando se ha consolidado el proceso de colonización, se han intensificado relaciones comerciales con Sharq al-Andalus y se ha creado la red básica de los asentamientos campesinos. Por tanto, “dues generacions més tard de la dels adults que organitzen la migració”(67). Se establecen, por fin, fases en el proceso migratorio. Se completa de esta manera un conocimiento sobre el que se establece una contabilización bastante aproximada y una datación precisa.
5. La arqueología del objeto.
La llamada “historia del arte” debería acudir a renovar los estudios de al-Andalus (68), si no fuera por lo lastrada que está por el reiterado uso de prejuicios. Aún así, sugestivas propuestas que parten de esta disciplina han de incorporarse al conocimiento de esta sociedad. Por ejemplo, aquellas que insertan el movimiento almorávide en un contexto mucho más general como es el “Sunni Revival” (69) o aquellas otras que hacen del almohadismo una revolución, también en las “manifestaciones artísticas” como expresión de un poder bien estructurado bajo unos sólidos principios ideológicos (70).
En todo caso, aquellos que se acerquen a al-Andalus – o a otras sociedades musulmanas medievales- desde esta disciplina han de partir de una premisa ineludible: el poder, el mulk, requiere de un escenario cuanto más espectacular mejor en el que desarrollar un protocolo ciertamente complejo. Algunos de esos marcos monumentales y rituales comienzan a conocerse mejor merced a lecturas de lo que significa la consideración que pretende ser universal de todos estos poderes (71). Sobre Madinat al-Zahra’, el protocolo califal ha podido, por fin, ser desentrañado, lo que ha permitido interpretar el conjunto como lo que fue (72), una suerte de Samarra en Occidente. Todos esos escenarios constan no sólo de la espectacular arquitectura, imprescindible, si no también de todo un conjunto de objetos parlantes como contenedores de mensajes e imágenes que siempre remiten a una codificación bastante completa de lo que representa ese ejercicio del poder. Sin todos esos objetos, con sus leyendas e iconografía, no se puede valorar en su integridad ese grandilocuente escenario que los envuelve. Por eso resulta en muchas ocasiones un ejercicio estéril el estudio de esos cacharros en multitud de fichas de catálogos de exposiciones, aislados de su contexto, con la única finalidad por parte de la investigación de la búsqueda de unos siempre imprecisos “valores artísticos”. La propia consideración de “bienes” o “materiales muebles” que le otorgan a estos objetos algunos historiadores (73) sólo consigue desvirtuar su condición de parte integrante y fundamental de ese contexto histórico-monumental, de ese escenario nada “mueble” y sí muy estático y fijo.
Tal ritual de la ciudad de al-Zahra’, como todos los utilizados por poderes que pretenden ser universales y eternos, trata de mostrar un orden que quiere ser cósmico, expresando mediante toda esa gestualización que incluye en lugar prominente los objetos parlantes la legitimidad en el uso de la coerción a través del dominio legal de los hombres establecido mediante una “escrupulosa fiscalidad” (74).
De toda la producción cortesana de objetos, es la llamada técnica decorativa cerámica del “verde y manganeso” la que proclama con más fuerza su identidad como producto de la corte de Madinat al-Zahra’ (75). La abundancia del registro así permite asegurarlo, pero no es un caso único. A lo largo de la historia de al-Andalus, los poderes, efímeros como todo poder pero, insistimos, siempre con pretensiones de inmortalidad y ecumenismo, se van a autorepresentar mediante un uso masivo y obsequioso hacia sí mismos de vidrios (76), tejidos (77), metales varios (78), marfiles (79) y todo cuanto haga al poder más “atractivo” –como quiera que se pueda entender la atracción en este contexto- a sus súbditos y a otros homólogos.
En contraposición, es de imaginar que la modestia de los objetos del agro ha de resultar palmaria: la producción de unos 20.000 ó 30.000 molinos de mano menorquines nos han de dar una medida bastante certera de las cosas (80). O, tal vez, en su discreción, no tanto como pudiera parecer en un primer acercamiento… Recientemente, se han podido valorar de una manera sistemática las pequeñas placas de plomo halladas siempre en contextos rurales –los hallazgos urbanos son escasísimos- y con una variedad tipológico-formal más que destacada (81). Parece no haber duda sobre su condición de amuletos o talismanes, ni tampoco de la relación con prácticas conocidas desde la Edad Media para el Magreb.
Esto prueba que, sin alcanzar el grado de la urbe, los saberes campesinos pueden ser ciertamente sofisticados: la relación entre moneda cuadrada almohade y el cuadrado mágico (buduh) (82) implica presumiblemente un desarrollo de prácticas mágicas de cierto refinamiento, poco acorde con el carácter rudo y vulgar que se presupone para las comunidades del agro. En cualquier caso, es muy posible que existan objetos que puedan servir para favorecer a través de la magia o de la astrología la regulación de los ciclos agrarios. ¿De qué manera? Es pronto para saberlo y necesitamos mayor número de estudios arqueológicos sobre estos objetos realizados por y para campesinos.
6. Falso Corolario.
La espesura de los estudios de al-Andalus a lo mejor termina por disiparse algún día, permitiendo, en fin, ver el bosque. No en vano tendremos que seguir preguntándonos, mil veces si fuera preciso, ¿qué arqueología para al-Andalus? Este esfuerzo que representa el artículo que el lector concluye pretende cabalmente tan sólo eso: es un intento de seguir contestando a una pregunta que no tiene tantas respuestas como quisieran algunos. Es casi seguro, al menos muy aconsejable, que generaciones venideras la enuncien de nuevo. Mientras llegan esas reformulaciones de la pregunta, esperamos que nos dejen ir resolviendo, en nuestra modestia y siempre utilizando la paciencia, algunos de los pequeños problemas historiográficos, que tan fútiles e inconsistentes resultan ser para tantos historiadores y arqueólogos.
El engorro que para los historiadores supone tener que trabajar con una materia prima humana como son los campesinos no ha podido ser eludido ni siquiera recurriendo a los eufemismos clásicos, más cómodos y que devuelven a los arqueólogos la compostura tal vez perdida en algún momento. La “historia agraria” o de los “paisajes agrarios” son algunos de esos amables eufemismos. Es posible que ni siquiera esas historias, tan bien concebidas y tan magistralmente manejadas por investigadores como T. F. Glick (83), permitan salvar para el futuro el conocimiento de la suma de territorios agrarios que fue al-Andalus, porque muchos, la mayoría nos tememos, seguirán intentando hacer –de hecho, lo hacen, sin tapujos- historia rural sin contar con los siempre embarazosos campesinos y sí con complacientes husun y mudun, tan “rurales”, ya se sabe. No debe ser difícil repetir la impostura: basta quizás con mirar para otro lado. El “común de la población” vendrá, presto, a salvarlos del seguro fastidio, casi inacabable para ellos. Mientras tanto, los que no tenemos empacho alguno en hablar de campesinos, nos conformamos con las migajas que van dejando los de las transiciones varias hacia ningún lado. Bueno, ¿hacia ningún lado…? A algún sitio llegarán, digo yo; incluso, se puede anunciar, sin temor a parecer indiscretos, que ya han arribado.
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Y. Tabbaa, The Transformation of Islamic Art during the Sunni Revival, Seattle y Londres, 2001.
A. Torremocha Silva y V. Martínez Enamorado (coords
Dicho esto, estamos obligados a reformular la pregunta. En 1992, Barceló terminaba haciendo un llamamiento a la necesidad de “una arqueología conceptualmente limpia y, por eso mismo, capaz de proponer problemas históricamente relevantes y respuestas plausibles a estos problemas. Por consiguiente, también, una arqueología que permitiese establecer jerarquías entre los conocimientos adquiridos y huir de la promiscuidad de contribuciones indiscriminadas y viscosas en un supuesto cúmulo de conocimientos que no explica nunca nada. Esto será, sin embargo, difícil considerados los intereses y los miedos corporativos” (2). Sin duda, la propuesta abrigaba, a pesar de todo, cierta esperanza. Era difícil, pero no imposible. Ahora sabemos que también fue demasiado prematura. Es casi imposible, pero no difícil. Por ello, la reformulación de la pregunta ha de dibujar forzosamente otro escenario. “¿Sirve la práctica de la arqueología tal y como se hace en la actualidad en la mayor parte de los territorios de al-Andalus para un conocimiento más certero de esa sociedad andalusí?”. Y la respuesta, con todos los matices que se quieran, ha de ser contundente: por ahora, dejémoslo así, no.
Lo primero que hemos de hacer los que nos dedicamos al análisis de al-Andalus como sociedad y que contamos con el registro arqueológico, es preguntarnos por la conveniencia de que si una estrategia sirve para las centurias de formación de al-Andalus, haga lo propio para el período nazarí, por ejemplo. Así de obvio. Todo ello no tenía porque ser así, pero de la aparente inmutabilidad que la academia se ha encargado de transmitir para los diversos períodos de la historia de al-Andalus se deriva la dificultad en la adaptación de estrategias para la generación de conocimiento histórico renovado. En esa visión, al-Andalus es un todo inmutable y sin matices y, en consecuencia, los procedimientos para su estudio también lo han de ser. Eso sí, no debemos preocuparnos: el movimiento, el cambio, la transformación social los pone en todo lugar y momento la perpetua “transición” hacia ningún lado.
En este estado de cosas, no es extraño que todavía haya que reivindicar como andalusí al sultanato nazarí de Granada. En su condición de Estado epígono, se ha intentado desgajarlo de la trayectoria histórica de al-Andalus para convertirlo en una suerte de sociedad señorial vasalla de Castilla y sin conexión posible con su entorno coetáneo magrebí o pasado andalusí. Y con ser cierto que las diferencias con respecto a otros períodos de al-Andalus existen palpablemente, también lo es que sin insertarla plenamente en sus auténticas coordenadas, que no pueden ser otras que las propias andalusíes-magrebíes, esa sociedad es ininteligible. Buena parte de lo que caracteriza a su organización social debe mucho a al-Andalus y esas señas, aunque debilitadas, se mantienen. Por ello, son tan meritorias las propuestas que se dirigen en esa dirección(3), utilizando, revisada, la tradicional documentación de archivo castellana, portuguesa o catalana que a tantas investigaciones ha dado lugar, siempre desde la perspectiva colonizadora. Ello provoca un escozor más que notable en el medievalismo andaluz e hispano, pero no hay otra alternativa frente a la constante adulteración.
Adulteración que se aprecia primeramente en la propia valoración de la “Reconquista” a la que pocos se atreven a calificarla como lo que fue, un gran proceso colonizador.
Afortunadamente, existe una nueva historiografía más atenta a reconstruir el proceso histórico contando con todos los agentes y, particularmente, con los que directamente sufren las consecuencias directas de ese proceso de extirpación, ausente, con todo, en la investigación del Bajo Medievo andaluz. En ese sentido, los estudios que se están llevando a cabo en Sharq al-Andalus(4) constituyen en sí mismos una revisión que forzosamente está destinada a servir como base razonable para la investigación medievalista andaluza que debe afrontar por fin lo que significó el hecho colonizador en esas tierras meridionales.
Si el objetivo de toda arqueología –también de la medieval- ha de ser “producir conocimientos históricos; es decir, producir informaciones adecuadamente contrastadas sobre la estructura, funcionamiento y cambios de las sociedades humanas”(5), las preguntas que le hagamos a ese registro han de ser lo más incómodas posibles, sin ninguna complacencia. Los resultados obtenidos del registro cuando metodológicamente se cumplen estas premisas así lo permiten y alientan. Además han de ir destinadas a sacar de las respuestas nuevas preguntas. En definitiva, “ni la arqueología ni cualquier otra técnica o método científico pueden resolver problemas no planteados previamente”, lo que significa que los “datos no existen en sí mismo, no están ahí indeterminadamente, sino que son producidos a partir de un problema o un conjunto de problemas explícitos y mediante técnicas y métodos, también explícitos, que permitan hacer valoraciones fundamentadas de las inferencias deducidas de los datos” (6).
Un, o mejor, el ejemplo por excelencia de lo que ha significado una arqueología excesivamente complaciente puede ser el de las fortificaciones. La formulación aparentemente teórica de al-Andalus como un “país de husun”(7) tiene ya la suficiente solera como para que de ella se extraiga unas conclusiones historiográficas de relevancia. Con todas las reservas concedidas al tiempo(8), se puede decir que su aceptación por parte de un amplio sector de la academia historiográfica ha significado un distanciamiento, tal vez irremediable, para la efectiva profundización en el conocimiento de la sociedad andalusí. Parece evidente que para el período de formación de al-Andalus, o lo que es lo mismo entre el siglo VIII y el X, los husun son perfectamente prescindibles –caso distinto es la situación que se da a partir del siglo XI- para un ejercicio de reconstrucción histórica fiable. Si se quiere dar un contenido histórico potente a esa sociedad andalusí inicial, las fortificaciones no deberían tener nunca el carácter “estelar” que se les ha dado. No es difícil detectar la distorsión.
En cambio, no se entendería al-Andalus sin el concurso de los campesinos y de su manera de hacer paisaje, sin la participación de la fiscalidad estatal en la organización del agro (9), en definitiva, sin todos esos “asuntos menores” que traen al pairo a una buen parte de la historiografía y de la arqueología del pasado y del presente. Barceló ha explicado que “la inteligibilidad historiográfica depende justamente de establecer criterios que permitan comprobar experimentalmente y con ejercicios de investigación precisos la relación, siempre desajustada, entre sultan y ra‘iyya”. Y en esa ligazón entre autoridad política y orden campesino, omnipresente en todas y cada una de las sociedades antiguas, “la producción y el uso de la moneda constituye la mejor medida conocida para medir justamente esa relación abrasiva. Los conocimientos sobre producción y uso de la moneda, como eje de la fiscalidad, son suficientes para no poder proponer el estudio de esta relación prescindiendo de ellos. Se puede, obviamente, pero se alteran a sabiendas los resultados”(10). La negativa a detectar esa relación se oculta intencionadamente en la procelosa “historia monetaria” o en los “estudios numismáticos”, olvidando que la moneda “és la captura institucionalitzada mateixa i la gestió d’aquesta captura. I hi porta incloses les submissions i les ordenacions polítiques bastides sobre les regularitats que asseguren l’acumulació i la seva jaràrquica distribució. Cap elaboració sorgida de l’estricta consideració de les monedes no pot donar compte de tot aixó” (11).
En la aceptación de esa propuesta de al-Andalus como “país de husun”, se ha encontrado la coartada perfecta para alterar esos resultados, olvidando lo que conviene olvidar y remarcando lo que conviene remarcar, por encima de evidencias basadas en un empirismo básico. En la inicial propuesta de los investigadores franceses sobre las fortificaciones andalusíes, el objetivo estaba claro: el objeto de estudio habían de ser los “châteaux ruraux” (12), como primer paso en la estrategia que debía concluir con la definición de la sociedad andalusí. Los castillos eran de esta manera uno de los elementos del paisaje rural –ni siquiera el más importante, añadimos nosotros-, pero no el único. La vertebración de ese territorio rural en tres espacios claramente identificables aparecía en un horizonte no tan lejano como principal propuesta para esa nueva visión de los paisajes campesinos andalusíes, en la que a cada uno habría de dársele la importancia que tenía para hacer comprensible esa sociedad “oriental” en Occidente: las áreas de residencia (alquerías), las de trabajo (terrenos irrigados) y las de refugio (fortalezas) (13). Insertar a los husun en la red de qurà y no convertirlos en entes autónomos para no alcanzar a comprenderlos era el reto. Incluso, aunque el castillo tuviera un sentido residencial, sobre el que, en todo caso, mucho es lo que hay que decir, se podría explicar el sistema, pues “nunca un conjunto seriado de residencias contiene explicaciones suficientes de su emplazamiento. Sólo el estudio de los campos de trabajo puede revelar su lógica” (14).
Dicho de otra manera, había que despojar al castillo de su sentido “señorial” para alcanzar a comprenderlos bajo otra perspectiva, ni siquiera tenida en cuenta en la tradición historiográfica europea, la de su condición “campesina”. La incomodidad que se derivaba de convertir las fortalezas, el santo y seña del feudalismo, en simples estructuras castrales de carácter estrictamente rural, como se ha resaltado (15), era manifiesta. En ello todavía estamos de forma mayoritaria, pese a los intentos por aportar nuevas visiones compatibles con el sentido del castillo como resultado del orden campesino y de la sociedad como organización segmentaria. La presencia del hisn va unida a la concentración de los sistemas de regadío, pero también a su independencia. Por ello, la cronología de estos distritos castrales en su plenitud de funcionamiento deberá retrasarse al menos hasta el siglo XI, fase en la que el castillo se convierte en auténtica “expresión de un consenso social local además de una institución estatal, precisamente cuando la magnitud del esfuerzo impositivo y defensivo gubernamental se extiende y multiplica para señalar y dividir, amojonar y deslindar el mundo rural como un conjunto de territorios en litigio frente a otros Estados taifas” (16).
Los esfuerzos para invertir el sentido de la investigación no han sido todo lo prolijos que hubiéramos deseado. Ejemplo brillante de lo que supone una expresa renuncia a seguir en la práctica arqueológica de las certezas y las “transiciones” para plantear auténticos “problemas sociales” que supongan una efectiva profundización en el conocimiento de al-Andalus es aquel que se refiere a los graneros fortificados como parte integrante de la problemática de los husun y de su relación con las redes de alquerías (17). Es un buen argumento para ir quitando a las fortalezas el valor fetichista que le otorga cierta arqueología complaciente.
De todo ello, sabemos, claro, lo que puede sobrar y lo que no... También es claro que se optó por lo que sobraba. Ellos –en realidad, lo sabemos todos- sabrán por qué. Porque la ratonera ya estaba preparada y sólo había que esperar a que los inocentes ratones entraran en ella a degustar con toda placidez el queso. Se trataba de hacer caso omiso a aquello que no fuera husun, de privilegiar una investigación tendente a constatar que en esos territorios existían “poderes”- ¿feudales, protofeudales, parafeudales, metafeudales, prefeudales...? perfectamente compatibles con una “historia normalizada” de al-Andalus en la que se diera cabida sustancial a conceptos intangibles pero siempre viscosos como el que significa “transición hacia la formación social islámica” (18). Tras la simpleza, estaba un futuro sin salida, una práctica arqueológica agotada en sí misma y destinada claramente a buscar “fortificaciones” para dar “sentido defensivo” a una sociedad que no lo tenía. Lo de menos era detectar redes de alquerías, con o sin “señores” -en el fondo, importaba e importa bien poco-; lo de más, los castillos encargados de garantizar el orden social, también el de los historiadores del presente.
Es por ello que no parece –al menos, no lo creemos- que con la formulación de al-Andalus como país de husun se estuviera proponiendo deliberada y simplemente que en al-Andalus, tanto en su período de formación, como en las etapas posteriores, hasta su desaparición, había “fortificaciones” (husun), algo del todo evidente. Tal axioma, necesariamente convertido en dogma de fe por una arqueología oficial siempre dispuesta a corroborar lo que significa el fascinante descubrimiento de lo obvio, escondía -así lo creemos- el añejo propósito de “homologar”, por la vía fácil de la fortificación, a al-Andalus. Sin discriminación cronológica ni de ningún otro tipo, y con los castillos como principal argumento explicativo de la sociedad andalusí, desde sus inicios -recordémoslo-, podríamos entender aquella sociedad como parte integrante del Occidente, sin problemas de conciencia para convertirla en un capítulo nada anómalo de la historia medieval de Europa y de España. De esta manera, se cerraba un círculo que en los años 90 de la pasada centuria comenzaba a mostrarse demasiado abierto a interpretaciones que pudieran distorsionar un guión oficial que con tanto esfuerzo y tiempo se había construido.
Decir a estas alturas que la arqueología está llamada a ser imprescindible para comprender, en el futuro, al-Andalus, toda vez que el registro documental, y cronístico en particular, está abocado a su propia consunción, puede resultar otra simpleza. Tal vez, con todo, convenga recordarlo con mayor insistencia de lo que se hace. Tan turbio es el panorama que aún hay que reivindicar la arqueología como ineludible futuro de los estudios de al-Andalus.
Si bien es cierto que siempre podrán aportarse nuevas interpretaciones textuales derivadas de la crítica y de la semiótica, no lo es menos que esa actividad tiene sus límites. También, por supuesto, los tiene la arqueología, pero como “sociedad antigua” que era, al-Andalus sólo podrá comprenderse en sus rasgos generales con el concurso de la arqueología. El fondo de la cuestión es, nuevamente, el cómo y el para qué. El desprecio, disfrazado de ignorancia, demostrado hacia la misma –incluso para la “oficial”- por algunos historiadores y arabistas de prestigio demuestra la situación en la que, es de lamentar, estamos.
El recorrido que a continuación sigue por cada uno de los objetos de estudio será forzosamente breve. Como se puede suponer, cada uno de los epígrafes requeriría un desarrollo de bastante mayor amplitud. Es por ello por lo que habremos de centrarnos en lo que a nuestro juicio resulta digno de ser citado, bien como propuestas innovadoras en el esclarecimiento de esa sociedad andalusí, bien como hipótesis más o menos rechazables para ese propósito.
1. Arqueología urbana.
¿Está la arqueología urbana capacitada para generar conocimiento histórico de calidad? A estas alturas de la investigación medievalista, el planteamiento de esta pregunta, formulada en unos términos bastante parecidos por algún otro investigador (19), es insoslayable. A muchos les puede parecer excesivamente incómoda: las inversiones y esfuerzos volcados en esta práctica y la esperanza depositada en ella han dado resultados tan magros que en algunos casos la relación resulta escandalosa. Por ello es evidente que de todo el trabajo arqueológico desarrollado en las ciudades españolas en los últimos años habrían de haberse obtenido unos resultados de distinto cariz y profundidad a los producidos, toda vez que la simple verificación de determinados niveles cronológicos, expuesta como resultado principal de buena parte de esa costosas intervenciones, ya estaba suficientemente atestiguada y no era necesario para ello tamaña inversión. Bastaba con revisar las crónicas árabes y la prolija documentación posterior a la conquista.
Técnicamente, por supuesto, no parece que sea mucho lo que haya que reprochar: la metodología puesta en práctica para la interpretación de las excavaciones ha mejorado ostensiblemente en los últimos años (20). La problemática es otra: la falta de estrategias científicas que permitan insertar tanto dato disperso en proyectos globales que a su vez den sentido a las ciudades no tanto como “centros de poder político” –algo obvio, ha sido así desde que la ciudad es ciudad-, sino como parte integrante –en la periferia, tal vez- de un “orden campesino” no tan alejado y ajeno a las ciudades como se pretende, toda vez que se está, por fin, argumentando con criterios bastante sólidos sobre una realidad que se suponía, pero que nadie se atrevía a formularla con claridad por la zozobra que suponía llevar la sociedad segmentaria a las viejas ciudades hispano-romano-visigóticas: la existencia de una distribución clánica en las primeras ciudades de al-Andalus (21).
A pesar del esfuerzo hecho desde la historiografía para comprenderla, la madina andalusí sigue siendo una gran desconocida, pues somos incapaces de incorporarla al territorio que de ella depende y no la hemos integrado, particularmente la ciudad áulica, en el ciclo histórico que le corresponde (22). Lo cierto es que no se ha explicado todavía cuáles fueron los mecanismos sociales por los cuales “fracciones de campesinos se urbanizaron” a partir del siglo XI (23), intensificándose el proceso en el siglo XII. Antes de esas centurias, la debilidad del “urbanismo andalusí” (24) es tal que sólo Córdoba, como gran metrópoli de Occidente, puede tal vez ajustarse en funciones y formas a lo que más tardíamente se conceptualizará como madina. Esto se intuye, sólo se intuye, en los trabajos que pretenden ser generales sobre la evolución de la madina andalusí (25). La decepción que ocasiona en ciertos arqueólogos la comprobación de unos exiguos y poco consistentes niveles “omeyas” es algo que reiteradamente se vislumbra, con timidez unas veces, abiertamente otras, en las publicaciones. Si no fuera por la pertinencia de los datos objetivos que obstinadamente señalan precariedad urbana en casi todos los enclaves andalusíes hasta el siglo XI, estamos seguros que podrían funcionar algunos de los artificios puestos en funcionamiento por esos arqueólogos para justificar lo injustificable.
La adecuación entre la realidad arqueográfica y la terminología que los autores posteriores a los hechos históricos relatados transmiten puede ser muy ilustrativa: el lugar de Talayra, frente a Bobastro, representa el ejemplo urbano (madina reiteradamente en las fuentes) de la “formación social islámica” frente a los rebeldes hafsuníes. Así describe el emplazamiento, sin ahorrar adjetivos grandilocuentes, Ibn Hayyan; obsérvese en contraposición los epítetos que dirige a Bobastro:
“Al marchar del sitio de Bobastro, [‘Abd al-Rahman III] había mandado construir la fortaleza (hisn) de Talayra tal como trazó, e insistió en que se acabara , lo que se hizo pronto, instalando allí a sus generales y soldados, para que continuaran sitiando y hostigando a Bobastro y dominando sus puertas, como hicieron a porfía, de modo que al poco florecía Talayra, con amplias moradas a las que se trasladaba la gente , multiplicándose la población y levantándose zocos (al-aswq) que fueron concurridos y proporcionaban grandes comodidades, de manera que la gente rivalizaba por vivir tan excelentemente, a diferencia de lo que ocurría al poco en Bobastro, cuya población vivía mal, haciéndoseles el lugar angosto, pues estaba sitiado, vedado y abandonado , y hubieran querido huir de allí al mismo fuego, pues la visión del califa al-Nasir al levantarle en contra esta hermana Talayra había sido el mejor ardid y la llave que facilitaría su conquista”(26)
Pues bien, hemos identificado Talayra (27) y no pasa de ser una modesta fortaleza que ocupa la cumbre amesetada sobre un cerro prominente que domina el Guadalhorce. La ciudad de poblados zocos y amplias moradas se desvanece fantasmagóricamente ante las evidencias “materiales”.
Lamentablemente, se ha perdido una oportunidad histórica para producir una nueva historiografía urbana sobre al-Andalus, un nuevo registro basado no tanto en el documento, tan escaso, como en la técnica arqueológica. Las diferencias entre los dos registros no deben ser, como a veces se defiende de manera obstinada, insalvables. Tampoco son complementarias, al “tener una procedencia social distinta” (28), sino convergentes: las dos, la historiografía con sus documentos, y la arqueología, con su registro, han de conducir a crear conocimiento histórico, a ayudar a comprender de una manera lo más rigurosa posible las sociedades estudiadas (29).
Es cierto que en tal sentido en los últimos tiempos se asiste a cierta recomposición del panorama. La dispersión de las publicaciones y la ausencia de publicaciones generales que aúnen tanta diseminación en la publicación es un inconveniente que sólo se puede resolver desde una capacidad de auténtico liderazgo intelectual inexistente en la mayor parte de los casos. Los intereses son tantos y tan confrontados que de todo ese totum revolutum difícilmente se puede extraer conocimiento histórico de calidad.
Si hacemos un balance de lo que significa la aportación de las intervenciones urbanas en los últimos libros de conjunto sobre la madina andalusí, tal vez podamos hacernos una idea de su todavía escasa significación a la contribución del conocimiento científico sobre el urbanismo del Occidente musulmán medieval. Las adscripciones pueden resultar dudosas (¿qué es un trabajo arqueológico y qué no lo es?), pero creo poder asegurar que los resultados son relativamente contundentes, toda vez que nos mostramos tal vez excesivamente generosos a la hora de adjudicar un contenido arqueográfico a trabajos que son más bien resultado de revisiones bibliográficas. En todo caso, están presididos por la heterogeneidad.
Así, si en el Congreso de Berja con el título “Ciudad y territorio en al-Andalus” (30) la mayor parte de las contribuciones tiene una base arqueológica, en el de Algeciras que llevó por título “La ciudad en al-Andalus y el Magreb” (31) tan sólo un par de artículos de un total de 23 se basan en sentido estricto en los resultados de intervenciones urbanas, exigua contabilidad en la que, además, habría que establecer matices; algo similar sucede con la obra “Genèse de la ville islamique en al-Andalus et au Maghreb occidental”, con una proporción en la que destacan las intervenciones arqueológicas efectuadas en Marruecos: 19 ponencias, con unos 4 trabajos centrados prioritariamente en la cuestión arqueológica (32); situación aún más descompensada es la que se observa en el Simposio Internacional “La ciudad islámica”, donde la arqueología urbana brilla por su ausencia (33); la proporción forzosamente habría de cambiar en la reunión de Toledo “La ciudad medieval: de la casa al tejido urbano” (34): 13 ponencias con unas 8 con un argumento fundamentalmente arqueográfico derivado de intervenciones urbanas; y en “Urbanismo medieval del país Valenciano” (35), pues prácticamente todas tienen a la arqueología de intervención urbana como argumento destacado; nada de arqueografía, como era de prever, en la obra “L’urbanisme dans l’Occident musulman au Moyen Âge. Aspects juridiques” (36). Aunque no centrada en exclusividad en la ciudad, en el volumen “La arqueología medieval en la arqueología” (37) encontramos una significativa cifra de 4 trabajos de interpretación arqueológica en ámbito urbano de un total de 9 contribuciones.
Pero lo dicho, con ser grave, no es lo peor. Lo peor, seguramente, puede estar por venir. La ausencia de proyectos amplios y ambiciosos, la dejación por parte de la mayor parte de las Universidades y de los centros de investigación en los trabajos de coordinación, la inexperiencia de los técnicos que entran a formar parte en labores de dirección en estas actividades..., pero, sobre todo, la voracidad inmobiliaria, sin límites, dibujan un paisaje en absoluto halagüeño. Por mucho que los trabajos arqueológicos traten de reconstruir tejidos urbanos desaparecidos, el dato proporcionado por algún técnico de la Junta de Andalucía –algunas ciudades andaluzas han sustituido en los últimos 15 años el 60% de su caserío- es lo suficientemente impactante como para llamar a la reflexión.
Es cierto que la actividad arqueológica urbana tiene un exiguo recorrido y que aún podrá arrojar datos de gran trascendencia que ayuden a comprender mejor la madina andalusí –en concreto, ciertas ciudades de medianas y pequeñas dimensiones donde la destrucción no ha sido muy intensa-, pero mucho nos tememos que los numerosos intereses que confluyen en la misma, desarrollada al socaire del desorbitado crecimiento urbanístico de los años 80, 90 de la pasada centuria y particularmente de estos años iniciales del siglo XXI, van a impedir la inserción de la misma en los mecanismos generadores de conocimiento histórico de entidad.
Se trataría, por tanto, de darle una nueva dimensión a la arqueología urbana, de integrarla en el conocimiento científico de calidad. El reto así planteado nos daría una idea precisa de la “musculatura” historiográfica de los estudios de al-Andalus, de su capacidad para recomponer un panorama de destrozo. Para el futuro, sin embargo, podemos adelantar que la decepción va a estar plenamente garantizada. En cualquier caso, es recomendable mirar fuera (38) para comprobar experiencias que pudieran aplicarse a estos territorios urbanos andalusíes.
En la situación descrita, queda, sin embargo, la esperanza de que la práctica destructiva llegue mitigada al agro, a las zonas que aún hoy son rurales o simplemente que se sitúen alejadas de las grandes urbes, por más que en la sociedad moderna la separación entre el campo y la ciudad no tenga la efectividad de antaño. De hecho, en nuestra sociedad la implantación de los modos de vida urbanos en lugares apartados de ciudades no ha hecho sino comenzar, por lo que es de esperar también en ellas una destrucción de ese patrimonio, irrecuperable.
Sólo con el estudio de las zonas rurales más o menos inmediatas se podrá comprender la madina andalusí y no al revés. Nuevamente, el ejercicio de desfiguración que lleva a hacer al-Andalus una sociedad “eminentemente urbana” se exhibe, sin disimulo alguno, para hacer ininteligible la comprensión de ese mundo. No en vano parece que se privilegian determinados enclaves por su supuesta potencia explicativa de al-Andalus como “país de ciudades”, sin apenas advertir, si no es de soslayo, de la absoluta y palmaria excepcionalidad de esos lugares elegidos como ejemplo (39).
Las advertencias para evitar caer en la tentación son tan sonoras que la contumacia en el error sólo puede ser valorada como intencionada. Francovich, por ejemplo, lo ha expresado con absoluta contundencia en diversos escritos: “Realizzare un progetto di archeologia urbana totalmente separato dalla lettura del contesto territoriale appare una operazione parziale: è viceversa fondamentale conoscere la dinamiche degli inediamenti relazionati con il centro urbano, in un quadro di riferimento dove gerarchie e rapporti di potere siano messi a fuoco con la maggior precisione possibile” (40).
Uno de esos ejercicios basados en la reconstrucción arqueográfica de una ciudad haciendo caso omiso a su alfoz es el que representa el compendio de artículos centrados en la Málaga andalusí, en la que se dan toda una serie de sobreentendidos en torno a la ciudad como “centro de poder político”, sin alcanzar a comprender que esa función no depende tanto de la ciudad misma como del hinterland (alfoz, mejor) que así lo reconoce (41). Las diferencias en los resultados obtenidos con otras aportaciones destinadas a otras regiones de al-Andalus, también periféricas, son más que evidentes (42).
En todo caso, es ahí, en las regiones rurales (badiya) y en su relación con el sultan, quien quiera que sea, y no exclusivamente en Córdoba, no en Sevilla, no en Granada, donde se encuentra la explicación de un al-Andalus más “social”. La relación sultán-ra‘iyya, a la que se refería Barceló, ofrece distintos niveles, y si en la ciudad la descompensación es absolutamente abrumadora en favor de la autoridad política, del sultán, en el campo intervienen otros mecanismos en los que el orden campesino toma la medida de las cosas.
2. Arqueología del monumento.
Aunque no tiene tanta importancia para la llamada “arqueología social”, es evidente que el estudio monumental de los grandes conjuntos andalusíes ofrece una panorámica radicalmente distinta a la proporcionada por las intervenciones urbanas. La garantía de la preservación de los grandes conjuntos monumentales de al-Andalus ha permitido con el paso del tiempo proceder a su estudio exhaustivo. En ese sentido, los trabajos efectuados en la Alhambra de Granada (43) o en el Alcázar sevillano (44) no hacen sino demostrar la conveniencia de los mismos. Carecemos por ahora de una síntesis con esas dimensiones y pretensiones para la Mezquita de Córdoba.
De ello es seguro que se deriva el eclipse de la “arquitectura menor” ante la magnitud de los grandes conjuntos, también en el plano simbólico y como creadores de riqueza en los tiempos que corren (turística, sobre todo). Esa arquitectura considerada de menor entidad ofrece, sin embargo, posibilidades de interpretación ciertamente destacadas: el ejemplo que supone el hallazgo de la “iglesia metropolitana” de Bobastro, obra directa de ‘Umar b. Hafsun con el propósito de consolidar un obispado ex novo, permite comprender con nuevos argumentos lo que supuso la revuelta anti-omeya, al tiempo que aporta una nueva visión sobre el llamado “arte mozárabe” (45).
El arte mozárabe y la continuidad (46), con sus ramificaciones hacia el pasado (visigotismo), hacia tiempos coetáneos (arte omeya) e incluso hacia el futuro (mudejarismo), gravita, siempre repleto de connotaciones, sobre el período de formación de al-Andalus, manteniendo viva, bien resplandeciente, la antorcha que Simonet, Gómez-Moreno o Torres Balbás, entre otros, portaran. De fondo, siempre encontramos la misma justificación, de tal manera que no es extraño adivinar ciertas mixtificaciones donde se mezcla lo “artístico”, valorado seguramente desde una visión fundamentalmente arqueológica, con lo “social”, sin discernimiento. Pero el grado de concreción es manifiestamente distinto entre una perspectiva y otra: los títulos de los diferentes artículos de alguna de las monografías así lo dejan entrever (“Fórmulas y temas iconográficos en la plástica hispanovisigoda (siglos VI-VIII). El problema de la influencia oriental en la cultura material de la España tardoantigua y altomedieval” frente a “La herencia del protofeudalismo visigodo frente a la imposición del Estado islámico” (47), por ejemplo). Mientras esto sucede, no se da el suficiente protagonismo a lo que posiblemente sea lo más significativo: en una importante series de trabajos arqueológicos (48), se viene a demostrar la estrechísima vinculación de algunos de los complejos eclesiásticos como el del Trampal y de Melque con perímetros irrigados, vagamente fechados, pero que intuimos han de corresponder a establecimientos acaedidos en el primer momento de la formación de al-Andalus.
Por ello, otro problema es la aceptación, tal y como están enfocados, de la virtualidad de estos análisis para contribuir a explicar la sociedad andalusí, pues evidentemente estamos ante un tipo de estudios con una más que evidente propensión hacia el monumentalismo, lo que ha traído consigo un enfoque distorsionado en el que priman las grandes manifestaciones arquitectónicas estatales y oficialistas de las principales urbes andalusíes, sin que, por regla general, se puedan relacionar con modalidades de poblamiento. Porque estas sólo podrán desentrañarse a partir del agro, reiteramos.
No podemos pensar que tal problemática afecta en exclusividad a al-Andalus, pues se presenta en cualquiera de los análisis que sobre elementos arquitectónicos se hacen en cualquier período histórico, olvidándose muy a menudo de aquellas manifestaciones que no pueden considerarse “monumentos” y sólo “restos” o “vestigios”, de acuerdo con la visión de la arqueología alemana del Altertum Wissenschaft.
El caso de la vivienda es especialmente significativo. Aunque el material con el que se trabaja es abundante al ser resultado de trabajos arqueológicos de urgencia, la vivienda andalusí sigue estando en el capítulo de deberes por realizar. El contraste con el conocimiento que, desde una perspectiva arqueológica, tenemos sobre el Magrib al-aqsà debía llevarnos forzosamente a la reflexión (49).
Lo que sabemos sobre las viviendas palaciegas o vinculadas a ámbitos áulicos ha aumentado exponencialmente en los últimos tiempos. Buena prueba de ello son las monografías destinadas a cubrir las centurias finales de al-Andalus (50). De los siglos anteriores lamentablemente seguimos sin saber en la práctica nada (51), al igual que de las “unidades residenciales” rurales que permanecen en buena medida por estudiar, a pesar de algunos encomiables esfuerzos (52). Por supuesto, las diferencias cronológicas son dignas de ser tenidas en cuenta, mucho más de lo que se hace. Frente al período nazarí, para el que contamos con un suficiente número de ejemplos, todavía está por descubrir un barrio de viviendas identificable en el siglo VIII, pues ni siquiera en ámbitos urbanos, como pueda ser el cordobés, se ha logrado describir con diáfana claridad un sólo ejemplo. En realidad, datos relativos a la vivienda urbana y rural, aparentemente contradictorios, sometidos a una interpretación adecuada, pueden ayudar a identificar las distintas modalidades de poblamiento. Con todo, apenas si se tiene en consideración la vivienda urbana en emplazamientos con una larga perduración y continuidad de poblamiento, porque suelen ofrecer serios problemas estratigráficos.
3. Arqueología de los paisajes campesinos.
Está escrito desde hace años: al-Andalus se conforma como una suma de territorios campesinos. Ciudades y fortalezas no logran alterar esa palmaria realidad, en la que los ingresos de la _ib_ya acuden cumplidamente a sustentar tal aserto. Los invisibles campesinos se sitúan así en el centro del debate intelectual (53), sustituyendo algunos conceptos de muy difícil concreción empírica (¿qué es la islamización?). Sin teorización es cierto que no hay arqueología, pero a veces sobra jerga teórica.
Desde la historiografía del presente, los intentos por trasladar modelos urbanos al campo chocan, reiteradamente, con los hechos. La identificación de lo que fue calificado “primer jardín botánico de al-Andalus” (54) donde se produjo la aclimatación de la granada safar nos devuelve a la realidad: la conversión del pequeño perímetro irrigado de Qasr Bunayra/Casarabonela (55) en un jardín botánico periurbano no deja de ser un ejercicio de magnificación acorde con las ideas que hacen de al-Andalus, desde el principio, un país de husun y mudun, todo ello, además, heredado casi por la vía infusa de anteriores organizaciones socio-económicas.
Si una parte –sólo una parte- de los enormes recursos destinados a la arqueología urbana se hubiera destinado a la reconstrucción de las redes de alquerías, los saberes sobre la sociedad de al-Andalus serían de mucha mayor entidad.
Lamentablemente, un buen número de las intervenciones en el agro va encaminado a la liberación de terrenos para la construcción de obras públicas, por lo que se comprenderá que de ello lo único que se puede obtener son datos deslavazados, sin apenas posibilidad de integrarlos en redes de conocimiento de mayor alcance. Apenas si han existido, y no parece que se opere un cambio en otra dirección, proyectos para intentar conocer ese espacio rural, olvidado por los cronistas del pasado y por los arqueólogos del presente.
Conviene recordar, por si quedara alguna duda, que en esa arqueología destinada a reconstruir redes de alquerías sobra casi siempre la técnica de excavación. La prospección, por tanto, permite aportar un nivel de conocimiento aceptable. Los microsistemas hidráulicos son los objetos que permiten definir con bastante exactitud de lo que estamos hablando (56), las redes de alquerías (57) ordenadas socialmente bajo los criterios de un orden genealógico opaco para los historiadores y arqueólogos que sólo merced a algunos proyectos de estudio en contextos geográficos bastante concretos se han dado a conocer. Nuevamente, habremos de establecer una clara diferenciación entre Sharq al-Andalus y el resto (58).
4. Los estudios sobre cerámica: etnicidad y técnicas cerámicas.
El privilegio concedido a determinados estudios cerámicos para un supuesto conocimiento del agro andalusí choca repetidamente con la evidencia de los resultados obtenidos, casi siempre poco esclarecedores. Ya habíamos advertido con anterioridad como entre una buena parte de los arqueólogos dedicados a al-Andalus, los estudios consagrados a lotes cerámicos suelen representar un capítulo de jugoso aprovechamiento para engrandecer menguados currículos (59). Poco importa a los ojos de esos arqueólogos que tales conjuntos tengan una cierta coherencia geográfica, cronológica o funcional. Lo significativo es describir, formular taxonomías mientras más amplias mejor, sin criterios que permitan internamente ordenar datos tan dispersos y, aparentemente, insignificantes para aportar conocimiento histórico. De ello se derivan situaciones paradójicas a las que más tarde o más temprano habremos de dar soluciones más coherentes que las que ahora se proporcionan. El caso del llamado “torno lento” ejemplifica como ningún otro la perversión de esa práctica arqueológica destinada a crear vínculos demográficos desde presupuestos “poblacionales” deleznablemente fangosos (60): los criterios de carácter tecnológico son los que determinan filiaciones genético-poblacionales; ya se sabe, el torno lento es la cerámica de las poblaciones indígenas (sic), la vidriada de las poblaciones “socialmente islamizadas”... Si el guión resulta destrozado o se complica por la mera evidencia arqueográfica se da una vuelta de tuerca a la terminología y el “torno lento” se convierte en “cerámica a mano”. Todo sea por defender una “causa indigenista” tan rentable para la reconstrucción mitificadora de esta sociedad musulmana medieval que fue al-Andalus (61).
Sorprende comprobar como el “torno lento”, a pesar de la predilección que tiene su estudio a la hora de justificar continuidades poblacionales, no haya merecido siquiera una clasificación de carácter funcional y formal. Se sigue recurriendo para el sur de al-Andalus a un artículo de escasamente diez hojas y de escasa pretensión.
En la reciente bibliografía sobre al-Andalus los estudios destinados a inventariar repertorios cerámicos han proliferado espectacularmente como resultado de la situación descrita: a la multiplicación de intervenciones arqueológicas de las denominadas “de urgencia” llevadas a cabo en los núcleos históricos de las ciudades que fueron de al-Andalus, se une lo que llamé “bulimia curricular” y finalmente la facilidad que entraña convertirse en un “arqueólogo especialista” en al-Andalus a partir de un buen número de artículos ceramológicos.
Pero los problemas siguen estando ahí. Uno de ellos es la ausencia de cronologías viables derivadas de la estratigrafía arqueológica se ha de resolver acudiendo a la cuestión de las “cronologías cruzadas”, Corresponde a los estudios ceramológicos la responsabilidad mayor en el establecimiento de cronologías convincentes en los estudios de poblamiento, pero es más frecuente en las monografías la búsqueda no tanto de fechaciones como de filiaciones étnico-culturales. En el caso de al-Andalus para el siglo VIII, la desconexión con lo que sucedía en Oriente e, incluso, con el más cercano Magreb es preocupante, ignorancia que, paradójicamente, sirve para evitar “cronologías cruzadas”, ya que no contamos con la fechación matriz (62).
Con todo, principal problema historiográfico que se deriva del anterior ha podido ser enunciado con rigor, aunque quede mucho para alcanzar unos resultados que puedan empezar a ser considerados como auténtico punto de partida: “Delineation of changes in ceramic production and distribution patterns can potentially shed much light on the degree of cultural continuity or rupture between the Late Roman and Islamic periods. Because in many cases Islamization involved the influx of new populations into the Peninsula, one might expect new ceramic traditions to have followed”(63).
En un contexto clausurado como el insular se ha podido avanzar notablemente. La producción cerámica andalusí de las Islas Orientales en relación con el área colonizadora (al-Andalus) empieza a ser valorada en su integridad después de los trabajos pioneros de Rosselló (64), derivándose de ello otras consideraciones no menos relevantes: el origen de los tipos cerámicos ibicencos importados los establece Kirchner (65) en Denia, prioritariamente, y en Mallorca, secundariamente. Ello, sin duda, viene a corroborar la hipótesis magistralmente expuesta por Barceló sobre el proceso de inmigración (66). Las piezas de origen foráneo se fechan casi en su total integridad a partir del siglo XI, cuando se ha consolidado el proceso de colonización, se han intensificado relaciones comerciales con Sharq al-Andalus y se ha creado la red básica de los asentamientos campesinos. Por tanto, “dues generacions més tard de la dels adults que organitzen la migració”(67). Se establecen, por fin, fases en el proceso migratorio. Se completa de esta manera un conocimiento sobre el que se establece una contabilización bastante aproximada y una datación precisa.
5. La arqueología del objeto.
La llamada “historia del arte” debería acudir a renovar los estudios de al-Andalus (68), si no fuera por lo lastrada que está por el reiterado uso de prejuicios. Aún así, sugestivas propuestas que parten de esta disciplina han de incorporarse al conocimiento de esta sociedad. Por ejemplo, aquellas que insertan el movimiento almorávide en un contexto mucho más general como es el “Sunni Revival” (69) o aquellas otras que hacen del almohadismo una revolución, también en las “manifestaciones artísticas” como expresión de un poder bien estructurado bajo unos sólidos principios ideológicos (70).
En todo caso, aquellos que se acerquen a al-Andalus – o a otras sociedades musulmanas medievales- desde esta disciplina han de partir de una premisa ineludible: el poder, el mulk, requiere de un escenario cuanto más espectacular mejor en el que desarrollar un protocolo ciertamente complejo. Algunos de esos marcos monumentales y rituales comienzan a conocerse mejor merced a lecturas de lo que significa la consideración que pretende ser universal de todos estos poderes (71). Sobre Madinat al-Zahra’, el protocolo califal ha podido, por fin, ser desentrañado, lo que ha permitido interpretar el conjunto como lo que fue (72), una suerte de Samarra en Occidente. Todos esos escenarios constan no sólo de la espectacular arquitectura, imprescindible, si no también de todo un conjunto de objetos parlantes como contenedores de mensajes e imágenes que siempre remiten a una codificación bastante completa de lo que representa ese ejercicio del poder. Sin todos esos objetos, con sus leyendas e iconografía, no se puede valorar en su integridad ese grandilocuente escenario que los envuelve. Por eso resulta en muchas ocasiones un ejercicio estéril el estudio de esos cacharros en multitud de fichas de catálogos de exposiciones, aislados de su contexto, con la única finalidad por parte de la investigación de la búsqueda de unos siempre imprecisos “valores artísticos”. La propia consideración de “bienes” o “materiales muebles” que le otorgan a estos objetos algunos historiadores (73) sólo consigue desvirtuar su condición de parte integrante y fundamental de ese contexto histórico-monumental, de ese escenario nada “mueble” y sí muy estático y fijo.
Tal ritual de la ciudad de al-Zahra’, como todos los utilizados por poderes que pretenden ser universales y eternos, trata de mostrar un orden que quiere ser cósmico, expresando mediante toda esa gestualización que incluye en lugar prominente los objetos parlantes la legitimidad en el uso de la coerción a través del dominio legal de los hombres establecido mediante una “escrupulosa fiscalidad” (74).
De toda la producción cortesana de objetos, es la llamada técnica decorativa cerámica del “verde y manganeso” la que proclama con más fuerza su identidad como producto de la corte de Madinat al-Zahra’ (75). La abundancia del registro así permite asegurarlo, pero no es un caso único. A lo largo de la historia de al-Andalus, los poderes, efímeros como todo poder pero, insistimos, siempre con pretensiones de inmortalidad y ecumenismo, se van a autorepresentar mediante un uso masivo y obsequioso hacia sí mismos de vidrios (76), tejidos (77), metales varios (78), marfiles (79) y todo cuanto haga al poder más “atractivo” –como quiera que se pueda entender la atracción en este contexto- a sus súbditos y a otros homólogos.
En contraposición, es de imaginar que la modestia de los objetos del agro ha de resultar palmaria: la producción de unos 20.000 ó 30.000 molinos de mano menorquines nos han de dar una medida bastante certera de las cosas (80). O, tal vez, en su discreción, no tanto como pudiera parecer en un primer acercamiento… Recientemente, se han podido valorar de una manera sistemática las pequeñas placas de plomo halladas siempre en contextos rurales –los hallazgos urbanos son escasísimos- y con una variedad tipológico-formal más que destacada (81). Parece no haber duda sobre su condición de amuletos o talismanes, ni tampoco de la relación con prácticas conocidas desde la Edad Media para el Magreb.
Esto prueba que, sin alcanzar el grado de la urbe, los saberes campesinos pueden ser ciertamente sofisticados: la relación entre moneda cuadrada almohade y el cuadrado mágico (buduh) (82) implica presumiblemente un desarrollo de prácticas mágicas de cierto refinamiento, poco acorde con el carácter rudo y vulgar que se presupone para las comunidades del agro. En cualquier caso, es muy posible que existan objetos que puedan servir para favorecer a través de la magia o de la astrología la regulación de los ciclos agrarios. ¿De qué manera? Es pronto para saberlo y necesitamos mayor número de estudios arqueológicos sobre estos objetos realizados por y para campesinos.
6. Falso Corolario.
La espesura de los estudios de al-Andalus a lo mejor termina por disiparse algún día, permitiendo, en fin, ver el bosque. No en vano tendremos que seguir preguntándonos, mil veces si fuera preciso, ¿qué arqueología para al-Andalus? Este esfuerzo que representa el artículo que el lector concluye pretende cabalmente tan sólo eso: es un intento de seguir contestando a una pregunta que no tiene tantas respuestas como quisieran algunos. Es casi seguro, al menos muy aconsejable, que generaciones venideras la enuncien de nuevo. Mientras llegan esas reformulaciones de la pregunta, esperamos que nos dejen ir resolviendo, en nuestra modestia y siempre utilizando la paciencia, algunos de los pequeños problemas historiográficos, que tan fútiles e inconsistentes resultan ser para tantos historiadores y arqueólogos.
El engorro que para los historiadores supone tener que trabajar con una materia prima humana como son los campesinos no ha podido ser eludido ni siquiera recurriendo a los eufemismos clásicos, más cómodos y que devuelven a los arqueólogos la compostura tal vez perdida en algún momento. La “historia agraria” o de los “paisajes agrarios” son algunos de esos amables eufemismos. Es posible que ni siquiera esas historias, tan bien concebidas y tan magistralmente manejadas por investigadores como T. F. Glick (83), permitan salvar para el futuro el conocimiento de la suma de territorios agrarios que fue al-Andalus, porque muchos, la mayoría nos tememos, seguirán intentando hacer –de hecho, lo hacen, sin tapujos- historia rural sin contar con los siempre embarazosos campesinos y sí con complacientes husun y mudun, tan “rurales”, ya se sabe. No debe ser difícil repetir la impostura: basta quizás con mirar para otro lado. El “común de la población” vendrá, presto, a salvarlos del seguro fastidio, casi inacabable para ellos. Mientras tanto, los que no tenemos empacho alguno en hablar de campesinos, nos conformamos con las migajas que van dejando los de las transiciones varias hacia ningún lado. Bueno, ¿hacia ningún lado…? A algún sitio llegarán, digo yo; incluso, se puede anunciar, sin temor a parecer indiscretos, que ya han arribado.
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Comentarios
2 Estupendo trabajo, se agradece un poco de crítica entre tanta producción insustancial. Toda una invitación al debate, aunque es comprensible que para algunos sea un jarro de agua fría...
Comentario realizado por
Lawrence.
11/7/06 5:09h
3 Excelente trabajo, claro exponente de una problemática que muchos se esfuerzan por sumergir en densos artículos sobre nada en particular. Lo vergonzoso es que alguien pueda pensar que es vergonzosa la denuncia de la falta de coherencia de ciertos trabajos.
Comentario realizado por
Saladino.
16/7/06 10:56h
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